Desde los 4 o 5 años, acompañar a mi padre en su trabajo como inspector del Banco de Fomento en Latacunga fue una experiencia que marcó mi vida. Su labor consistía en colocar aretes del Banco a las vacas adquiridas mediante créditos y que estaban prendadas al banco. Juntos recorrimos los rincones de la provincia de Cotopaxi, conociendo las comunidades más alejadas y sus realidades.
Los niños de aquellas comunidades, con rostros iluminados de felicidad, recibían con orgullo a su «vaquita propia». A menudo les preguntaba cómo la llamarían, y nombres como «Carmela» o «Rosita» se repetían con frecuencia. Pero su alegría no solo se debía a la llegada de la vaca, sino también al día especial que representaba la visita del «señor del banco». En esos días, la comida también cambiaba: de arroz con papas pasaban a cuy o borrego, lo que convertía la jornada en una verdadera fiesta. La emoción aumentaba cuando la vaca estaba preñada o presentaban a un nuevo becerro, fruto de padres de raza fina.
En una de esas jornadas, mientras recorríamos la cordillera de Chugchilán, llegamos a la que probablemente era la escuela más pobre del país. No había pizarrón y los niños escribían con sus deditos en la arena blanca del páramo. Sus bancas eran tablas viejas y desajustadas, y era una escuela multigrado donde se hablaba quichua. La mayoría de los niños asistía descalza. Aquel día, la pobreza y la desigualdad en la educación quedaron grabadas en mi memoria, esa fue una lección de vida.
De regreso a Latacunga, bajo una lluvia persistente, encontramos un cabrito recién nacido con una patita rota que se había extraviado de su rebaño. Sin dudar, mi padre se quitó la chompa, envolvió al cabrito y me lo pasó para que lo calentara. Recorrimos cada choza de la zona preguntando si alguien lo reconocía como suyo, pero nadie reclamó al animalito. Al final, lo llevamos a casa, donde se convirtió en nuestra mascota. Mi hermana se divertía toreándolo, pues era un cabrito «bravo». Más adelante, lo llevamos a la hacienda de nuestro amigo, el Chagra Donoso, donde el cabrito creció hasta la vejez.
Cincuenta años después, el destino me llevó de vuelta a aquella escuela en Chugchilán. Ahora lleva el nombre de uno de los más grandes científicos que ha dado esta tierra: el Padre Doctor Alberto Semanate Valladares. La escuela había cambiado. Ahora tenía pizarras, bancas decentes y un ambiente digno. Al salir, vi un borreguito recién nacido con un lazo rojo. Un niño se acercó para «amarcarlo» y me dijo que era suyo. Este niño, orgulloso de su propiedad, me recordó a los niños de antaño que recibían sus vaquitas con tanta emoción.
La imagen de la escuela más pobre que conocí de niño definió mi camino de vida. Esa experiencia me llevó a dedicar mis esfuerzos a mejorar la calidad de la educación en las escuelas rurales de Ecuador. Hoy, tras años de trabajo, puedo decir con satisfacción que he contribuido a este objetivo. Entendí que la verdadera transformación social nace desde la educación. La dignidad que se siente al tener una «vaquita propia» o un «borreguito» se puede replicar en la educación: cuando los niños tienen una escuela con buenas condiciones, se les devuelve la esperanza y la posibilidad de soñar con un futuro mejor.
Mi historia con el Banco de Fomento, las escuelas rurales y la comunidad me enseñó el poder de la educación para transformar vidas. La vida en el páramo, con sus fríos implacables y sus paisajes imponentes, también está llena de calidez humana. Hoy, sigo trabajando para que esa calidez se traduzca en mejores condiciones educativas para los niños y niñas de las escuelas rurales del Ecuador. La mejora de la educación no solo es una meta, sino una deuda de justicia social que, con esfuerzo y dedicación, podemos saldar.