Tenía 6 o 7 años cuando un pequeño folleto de la era espacial cayó en mis manos. Sus páginas brillaban con imágenes del hombre en la Luna, pero también con espléndidas fotografías de planetas, nebulosas, galaxias y cúmulos de estrellas. Fue ese día cuando alcé la vista al cielo por primera vez y descubrí la inmensidad y la belleza del firmamento.
Las noches en Latacunga eran claras y prístinas. Podía contemplar con facilidad las constelaciones, maravillándome con el detalle de la Luna, que se volvía más nítida y brillante después de la lluvia. Desde mi casa en El Loreto, tenía una vista privilegiada del imponente Chimborazo, que se elevaba como un guardián del cielo. Ese horizonte, que parecía no tener límites, fue mi primer contacto con la idea de lo infinito.
Visitar Limpiopungo, en las faldas del Cotopaxi, fue otro hito en mi camino hacia la astronomía. Allí pude ver el «espinazo de la noche»: la Vía Láctea en todo su esplendor, desplegándose como un río de estrellas sobre el cielo oscuro. Fue una visión que despertó en mí preguntas que debía responder: ¿Cuál era la dinámica de los astros? ¿De dónde provenía su brillo? ¿Qué eran las nebulosas?
No bastaba con observar. Necesitaba respuestas. Las consultas en la biblioteca del Colegio Vicente León y las visitas a la Casa de la Cultura Núcleo de Cotopaxi se convirtieron en parte de mi rutina. Mi hambre de conocimiento creció de forma insaciable. Los libros me permitieron viajar más allá de Latacunga, hacia las estrellas, y cada página alimentaba el sueño de entender el universo.
Cuando nos mudamos a Quito, mis pasos me llevaron a las bibliotecas de la ciudad, especialmente la del Observatorio Astronómico de Quito (OAQ). No solo leía, también me convertí en miembro de la Asociación de Astrónomos Aficionados. La pasión por la astronomía creció con cada sesión de observación, cada libro leído, cada conversación con otros entusiastas del cielo.
El deseo de entender el cosmos me llevó a la Escuela Politécnica Nacional, donde decidí estudiar física con miras a especializarme en astrofísica. Cada clase, cada fórmula, cada modelo matemático me acercaba más a los astros. La oportunidad de hacer una maestría en astrofísica me llevó a Chile, donde tuve el privilegio de trabajar en uno de los mejores observatorios del mundo: Paranal, en Antofagasta. Desde allí, no solo contemplé el cielo, sino que también vi el cosmos a través de los ojos de uno de los telescopios más avanzados del mundo.
Observar el cielo con un telescopio es una experiencia única, pero comprender los procesos que subyacen a lo que se observa requiere otro tipo de esfuerzo. Modelar matemáticamente una supernova o los movimientos de las galaxias no es tarea sencilla. Sin embargo, esa transición de la observación a la teorización fue otro salto en mi camino.
Posteriormente, continué mis estudios de posgrado en España, donde profundicé mis conocimientos en astrofísica. Durante un tiempo, colaboré con la creación de la Sociedad Ecuatoriana de Astronomía y Astrofísica, una iniciativa que buscó unir a los entusiastas y expertos de la astronomía en el país. También me uní a varias organizaciones internacionales de astrónomos aficionados, sumando mi grano de arena al desarrollo de la astronomía en mi región.
Desde aquel día en que levanté la mirada al cielo en Latacunga, hasta las noches en Paranal observando las profundidades del cosmos, mi amor por la astronomía ha sido una constante en mi vida. Cada estrella, cada planeta, cada cúmulo y cada nebulosa ha sido una oportunidad para aprender y reflexionar.
El germen de esta pasión nació en Latacunga, pero se nutrió de los cielos de Quito, de las bibliotecas, de los telescopios, de los modelos matemáticos y de la investigación constante. La astronomía no solo me ha permitido entender el universo, sino también comprender el poder transformador del conocimiento. Hoy, sigo mirando al cielo con la misma fascinación infantil, pero con la convicción de que el universo, por inmenso que sea, se puede entender una estrella a la vez.