El desarraigo es una experiencia que, aunque difícil de describir con palabras, deja huellas profundas en quienes la viven. Como ecuatoriano que ha pasado por esta vivencia, puedo dar fe de su complejidad. Durante varios años, mi vida transcurrió entre Costa Rica, España y, especialmente, Chile, donde residí por 8 años. En cada uno de estos países, me encontré con historias de migración que, aunque distintas en sus detalles, compartían el denominador común de la pérdida, la nostalgia y la lucha por la dignidad.
En Chile, junto al presidente de la Asociación de Ecuatorianos Residentes en Chile, que la presidía un Latacungueño, trabajamos codo a codo con compatriotas que se enfrentaban al dolor de dejar su patria, a la incertidumbre del futuro y a la dificultad de adaptarse a un entorno desconocido. La asociación se convirtió en un refugio, un espacio donde la solidaridad entre compatriotas mitigaba, aunque fuera de forma parcial, el sentimiento de pérdida. Las jornadas de apoyo no se limitaban a la asistencia material; también implicaban la construcción de redes de apoyo emocional y la preservación de la identidad cultural. Estas acciones colectivas se transformaron en un recordatorio de que la migración no es un viaje en solitario, sino una travesía compartida.
De regreso en Ecuador, la necesidad de comprender el impacto de la migración en la educación se convirtió en una preocupación central. Realicé estudios para entender cómo la migración forzada por la crisis económica y la indolencia de los líderes políticos afectó a niños, niñas y adolescentes. Las entrevistas realizadas a niñas de 13 y 14 años revelaron una realidad desgarradora: muchas de ellas se vieron obligadas a asumir el rol de cuidadoras de sus hermanos menores. Estas niñas, que deberían estar viviendo una infancia plena, se vieron privadas de su derecho a la niñez.
Las historias de estas niñas me conmovieron profundamente. Con sus voces temblorosas, relataron cómo la ausencia de sus padres, quienes migraron en busca de un sustento, las obligó a convertirse en «madres sustitutas». Niñas que, en lugar de jugar y aprender, tenían que cocinar, limpiar y consolar a sus hermanos. Estas niñas no sólo enfrentaron la soledad emocional, sino también la pérdida de sus sueños infantiles.
Cuando intento describir el desarraigo, las palabras parecen insuficientes. Es una sensación que no encuentra fácil cabida en el lenguaje cotidiano. Sin embargo, hay una expresión artística que, con una sabiduría singular, logra encapsular este sentimiento: la canción «Collar de lágrimas» de un poeta cotopaxense. Los versos de esta obra trascienden el tiempo y el espacio, tocando el corazón de quienes han vivido la experiencia de la migración:
«Así será mi destino. Partir lleno de dolor. Llorando lejos de mi patria. Lejos de mi madre. Y de mi amor. Collar de lágrimas. Dejo en tus manos. Y en el pañuelito consérvalo mi bien. Y en las lejanías será mi patria. Qué con mis canciones recordaré.»
Esta canción es un himno de la nostalgia y la resistencia. Representa la voz de miles de emigrantes ecuatorianos que, pese a la distancia, no se olvidan de su patria, de su madre y de su amor. Cada lágrima es una perla de ese collar que simboliza la pérdida, pero también la memoria.
El desarraigo es más que un proceso de adaptación a un nuevo país; es una experiencia existencial. No se trata sólo de migrar físicamente, sino de vivir en una constante tensión emocional entre el lugar que se deja atrás y el nuevo espacio que se intenta habitar. Para quienes hemos vivido esta experiencia, sabemos que no se trata de un viaje con un final definido, sino de una travesía continua, un ir y venir entre recuerdos, ausencias y la construcción de nuevos lazos.
El desarraigo también tiene un impacto colectivo. Afecta a familias enteras, especialmente a los niños, niñas y adolescentes que se ven forzados a asumir responsabilidades que no les corresponden. Estas infancias truncadas evidencian la urgencia de políticas públicas que garanticen la protección de sus derechos. Los gobernantes que, por indiferencia o negligencia, permiten que estas situaciones ocurran, deben ser responsabilizados. No podemos permitir que más niños, niñas y adolescentes vivan una vida marcada por la ausencia y la soledad.
Hoy, más que nunca, es fundamental dar visibilidad a estas historias. La migración no puede seguir siendo un fenómeno invisible ni sus protagonistas, rostros anónimos. Debemos entender que cada migrante es un ser humano con sueños, miedos y luchas propias. Y para quienes han vivido el desarraigo, la esperanza sigue viva en la memoria, en el amor por su patria y en la fuerza de la solidaridad. Porque, como dice la canción, «en las lejanías será mi patria», y en la patria serán nuestras canciones las que nunca dejarán de recordarnos quiénes somos y de dónde venimos.