El despertar del Cotopaxi en 1975

“Las opiniones publicadas en este espacio son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan la opinión de la Asociación de Cotopaxenses Residentes en Quito. Todas las opiniones han sido publicadas con la expresa autorización de sus autores.

Era una tranquila noche en la hacienda José Guango, propiedad de la familia Dávila Maldonado. Los niños jugaban despreocupadamente en el patio, mientras los adultos disfrutaban de una reunión al caer el sol. De repente, un bramido ensordecedor rompió la serenidad. El Cotopaxi, con su imponente figura, despertaba de su letargo con una furia que resonaba como si toneladas de tierra se desprendieran y el sonido rebotara en una cueva inmensa.

Ese rugido profundo y ecoico no solo sacudió el suelo, sino también los corazones de todos en la provincia de Cotopaxi. El miedo se apoderó de cada rincón, y la atmósfera se llenó de una incertidumbre palpable. En Latacunga, mi padre, quien era concejal del Municipio junto al alcalde Mario Mogollón, se unió a la ciudadanía en una reunión urgente en el salón del municipio. Allí, un grupo de militares enviados por el gobierno de Rodríguez Lara propuso una solución radical y controvertida: bombardear el flanco oriental del volcán para encauzar la lava hacia una zona despoblada.

Esta idea, nacida de la desesperación y el desconocimiento, ignoraba la verdadera amenaza del Cotopaxi. No era la lava, sino los lahares, flujos de lodo y escombros desencadenados por las explosiones volcánicas, lo que representaba el mayor peligro. La capa de hielo del Cotopaxi absorbería el impacto de las bombas sin causar cambios significativos en su estructura. Los militares, sin mayor conocimiento de vulcanología, no comprendían que sus planes podrían empeorar la situación en lugar de mejorarla.

En nuestra casa, el temor nos llevó a diseñar un plan de evacuación. Vivíamos cerca del río Cutuchi, principal desfogue de los lahares del Cotopaxi. Nuestro refugio era una de las lomas cercanas al parque de La Laguna. Sabíamos que allí estaríamos a salvo de los lahares, aunque no de la lluvia de ceniza. La preparación y la planificación eran nuestras mejores armas contra una amenaza tan imponente.

El rugido del Cotopaxi aquella noche dejó una marca imborrable en mi memoria. Ese sonido, como un eco de una cueva gigante, ha acompañado mis peores pesadillas. Cada temblor, cada réplica, reavivaba el miedo y la incertidumbre de aquella noche, recordándome la fuerza incontenible de la naturaleza.

Sin embargo, de aquella experiencia también surgió una fuerza renovada. La comunidad de Cotopaxi se unió en un esfuerzo común, enfrentando la adversidad con valentía y solidaridad. Aprendimos la importancia de estar preparados, de conocer a nuestro enemigo natural y de apoyarnos mutuamente en los momentos de crisis.

Hoy, el Cotopaxi sigue siendo una presencia imponente en el horizonte, un recordatorio constante de nuestra vulnerabilidad y de la fortaleza que podemos encontrar en la unidad. Su rugido, aunque aterrador, también nos enseñó a ser resilientes y a no perder nunca la esperanza, incluso en las noches más oscuras.

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