El milagro en Cobshe Alto: Cuando la adversidad se convierte en esperanza

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El aire helado de la mañana a 3.500 metros sobre el nivel del mar se mezcló con el olor de la tierra removida y la desolación. Era imposible no sentir el peso de la tragedia al llegar a la comunidad de Cobshe Alto, tras ingresar por la laguna de Ozogoche. El deslave de la montaña, causado por la extracción irresponsable de caliza por parte de una empresa cementera, había devastado todo a su paso.

El paisaje era desolador: chozas destruidas, campos de cultivo convertidos en lodazales y animales muertos que alguna vez fueron el sustento de las familias. Lo más doloroso fue la pérdida de vidas humanas. Los gritos y lamentos de los habitantes retumbaban en el corazón de cada uno de nosotros. Llegamos alrededor de las 11 de la mañana, pero el tiempo parecía haberse detenido en medio de la tragedia.

Mi jefa, una mujer con gran experiencia, había trabajado como ejecutiva en la Corporación Noboa. Decidió usar sus contactos y llamó a la asistente de la Gerencia General en Guayaquil. Le solicitó apoyo con desechos de plátano de exportación para alimentar al ganado sobreviviente. La respuesta fue inesperadamente rápida: esa misma madrugada, llegaron dos camiones con plátano de calidad de supermercado, no el «desecho» que habíamos imaginado. Aquella acción silenciosa y sin cámaras de televisión fue una lección de solidaridad genuina.

Esa noche, mientras dormía en un hotel en Riobamba, el futuro de la comunidad no me dejó en paz. Sabía que, como ocurre en tantas tragedias, la ayuda inicial es efímera y la atención mediática se desvanece rápidamente. La migración y el desempleo en ciudades como Guayaquil o Cuenca se convertirían en el destino de muchas familias si no se hacía algo. Al día siguiente, mientras me duchaba, una idea clara se instaló en mi mente: yo podía ser ese «milagro» que la comunidad necesitaba.

Reuní a dos expertos en desarrollo y juntos investigamos posibles fuentes de financiamiento. La esperanza llegó de Australia. Nos contactamos con la oficina de asistencia en Canberra y descubrimos que había un fondo de emergencia disponible. Diseñamos proyectos de educación, nutrición y desarrollo económico, con un fuerte enfoque en la niñez y la perspectiva de género. Enviamos la propuesta por correo electrónico, cuidando cada detalle en un inglés claro y preciso. La respuesta llegó rápidamente: el Gobierno de Australia apoyaría el proyecto y envió un avión con un contenedor de ayuda humanitaria.

El envío de Australia contenía ropa de alta calidad que, para sorpresa de todos, se describía en la factura como «ropa usada». Esta ayuda sirvió como punto de partida, pero el verdadero cambio estaba por venir. En alianza con la comunidad y con un traductor de quichua, comenzamos a definir un plan de acción integral.

Para garantizar la seguridad alimentaria, cada madre de familia se convirtió en beneficiaria de una «mini-granja» con una vaquita, un chanchito y un par de cuyes. La producción de leche permitió que los niños tuvieran una fuente constante de nutrición. Con la asesoría de un ingeniero agrónomo, se implementó un sistema de «gradas» para el cultivo de hortalizas y verduras a esa altitud extrema. Usamos insecticidas naturales y semillas adaptadas para el clima local.

El siguiente gran paso fue conseguir financiamiento para una fábrica de quesos y yogurth en la comunidad. Dos comuneros viajaron al Salinerito para aprender el oficio. La producción se convirtió en un motor económico local. La clave del éxito fue la asociación entre las familias y la fábrica: los tres litros diarios de leche de cada vaquita se repartían entre consumo familiar y producción de quesos y yogurth.

Ocho meses después, una comisión de la Universidad de Sydney visitó la comunidad para evaluar el impacto. Los resultados fueron asombrosos: el 85% de la comunidad había restaurado su forma de vida. La autosuficiencia se había convertido en una realidad. El banco, al ver el éxito del proyecto, decidió condonar el préstamo. Cuando llevamos la buena noticia a la comunidad, recibimos una sorpresa inesperada: “Ingeniero, estamos exportando los quesos”, dijeron con orgullo. ¿Exportando? «¡A Guayaquil!», respondieron con una sonrisa.

Con las utilidades de la producción de quesos y yogurth, preguntamos a la comunidad cómo deseaban reinvertir. Su respuesta fue simple pero visionaria: querían mejorar la genética de sus vaquitas. Mi primera idea fue comprar pipetas de semen para inseminación artificial, pero ellos propusieron algo más tradicional: comprar un toro semental propio. La comunidad adquirió un toro imponente, y con él llegaron nuevos becerros de alta calidad lechera. Lo que comenzó como una tragedia se convirtió en una historia de resiliencia y esperanza. Aprendimos que las comunidades indígenas poseen una sabiduría invaluable y que los verdaderos milagros no caen del cielo, sino que se construyen con trabajo colectivo y voluntad. Hoy, Cobshe Alto no solo se ha levantado de la tragedia, sino que ha construido un futuro donde la autonomía y la dignidad son el legado más valioso.

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