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El 6 de octubre de 1976, el pequeño y tranquilo pueblo de Pastocalle, en la provincia de Cotopaxi, se vio sacudido por un terremoto que marcaría para siempre la vida de sus habitantes. Lo que comenzó como un día común en esta comunidad rural, pronto se convirtió en una escena de caos y devastación.

En un instante, el suelo comenzó a temblar, sacudiendo las frágiles construcciones de adobe, bareque y tapia que predominaban en la región. Las casas, muchas de ellas levantadas con esfuerzo y dedicación por sus propios habitantes, no pudieron resistir la furia de la tierra. Pequeñas licuefacciones y deslizamientos de taludes de regular magnitud agravaron la situación, mientras las grietas se abrían en el terreno, creando un paisaje de destrucción.

El terremoto dejó un saldo trágico de 10 vidas perdidas. Diez historias, diez familias que lloraron a sus seres queridos bajo los escombros. Pero más allá de las pérdidas humanas, el sismo sembró el miedo y la incertidumbre en el corazón de la comunidad. Las réplicas frecuentes mantenían a todos en vilo, temiendo que el próximo temblor pudiera ser aún más devastador.

Para los habitantes de Pastocalle, el temor no se limitaba solo al suelo que temblaba bajo sus pies. Vivir cerca del imponente volcán Cotopaxi añadía una capa adicional de preocupación. El miedo a una posible erupción volcánica llevó a muchas familias, incluida la mía, a preparar planes de emergencia. La cercanía del río Cutuchi y la amenaza de los lahares forzaron a la comunidad a tener listas sus rutas de escape hacia las lomas de La Laguna, un refugio potencial en caso de desastre.

A pesar de la devastación, la comunidad de Pastocalle demostró una resiliencia impresionante. Los vecinos se unieron para ayudar a reconstruir lo que habían perdido, compartiendo recursos y brindando apoyo mutuo. Las historias de valentía y solidaridad se convirtieron en el bálsamo para un pueblo herido, pero no derrotado. La vida siguió adelante, con cada ladrillo colocado y cada casa levantada simbolizando un acto de resistencia y esperanza.

El terremoto de 1976 dejó una marca indeleble en la memoria de Pastocalle y sus alrededores. Para muchos, es un recordatorio constante de la fragilidad de la vida y de la fuerza incontrolable de la naturaleza. Sin embargo, también es un testimonio del espíritu inquebrantable de una comunidad que, a pesar del miedo y la pérdida, encontró la manera de salir adelante.

El legado de aquel fatídico día sigue vivo en las historias y recuerdos de quienes lo vivieron. Es un recordatorio de que, incluso en los momentos más oscuros, la solidaridad y la esperanza pueden iluminar el camino hacia la recuperación. Hoy, Pastocalle no solo se recuerda por su dolor, sino también por la fortaleza y el coraje de sus habitantes, que se enfrentaron a la adversidad con una determinación que inspira a todos los que conocen su historia.

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