Ser profesor de física y matemáticas a nivel universitario ha sido una experiencia profundamente enriquecedora, tanto en el aspecto académico como en el humano. Mi paso por la Escuela Politécnica del Ejército (ESPE) y la Universidad San Francisco de Quito (USFQ) me permitió observar de cerca dos mundos contrastantes, llenos de desafíos y aprendizajes únicos.
En la ESPE, la rigurosidad académica era un sello distintivo. Los problemas que los estudiantes debían resolver requerían un dominio avanzado de geometría, trigonometría, álgebra y vectores. Recuerdo particularmente a un joven estudiante proveniente de un colegio técnico de Zumbahua, en lo alto de la cordillera de Chugchilán, provincia de Cotopaxi. Con una formación previa en contabilidad, carecía de la base en física y matemáticas que sus compañeros poseían. Sin embargo, su sueño era claro: convertirse en ingeniero civil.
Con paciencia y dedicación, seleccioné un libro de física más didáctico para ayudarlo a nivelarse. Durante los primeros tres meses trabajamos desde lo básico, construyendo poco a poco su confianza. Al final de ese tiempo, no solo había alcanzado el nivel de sus compañeros, sino que su entusiasmo por aprender y su perseverancia me recordaron por qué la docencia es tan transformadora. Para él, el profesor representaba una guía y una figura de respeto, y su gratitud fue la mayor recompensa.
Por otro lado, mi experiencia en la USFQ trajo un contraste sorprendente. Era norma que las tareas se entregaran al inicio de la clase. Un día, un alumno arrogante, incapaz de cumplir con esta regla, intentó imponer su voluntad. Al término de la clase, me exigió que esperara hasta el mediodía para recibir su tarea, respaldándose en sus conexiones: «Mi papá es bien amigo del Santiago». La humildad estaba ausente, y el respeto hacia la figura del profesor era reemplazado por un aire de superioridad. Le respondí con firmeza: «Tu tarea no será aceptada fuera del tiempo establecido». Aquello no fue solo una lección académica, sino también una lección de vida.
Estas vivencias no solo reflejan las desigualdades que atraviesan nuestras instituciones educativas, sino también el impacto que el entorno y la actitud tienen en la formación de los jóvenes. Mientras que la humildad y el esfuerzo de algunos estudiantes los impulsan a superar obstáculos, la arrogancia de otros les impide aprovechar al máximo todas las oportunidades que tienen. Como profesor, mi misión ha sido siempre tratar de enseñar no solo conocimientos, sino también valores, y dejar claro que la verdadera educación es aquella que transforma mentes y corazones.