La piscina del Colegio Vicente León

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En el corazón del Colegio Vicente León, en Latacunga, la piscina era mucho más que un lugar para aprender a nadar; era el escenario de una tradición que marcó a generaciones enteras de estudiantes. Sin previo curso de natación y con los nervios a flor de piel, cada alumno de primer curso debía enfrentarse al desafío de lanzarse desde el altillo de 2,5 metros. Este acto, que hoy podríamos considerar casi salvaje, era visto como una iniciación a la vida colegial, un rito que mezclaba miedo, camaradería y, en retrospectiva, una buena dosis de humor.

La escena era inolvidable. Los inspectores, con lista en mano, se apostaban en el altillo para llamar a los estudiantes, uno por uno. La pregunta era simple, pero cargada de ansiedad: «¿Sabes nadar?» Para aquellos que respondían «no», la incertidumbre se mezclaba con la expectativa. A un lado de la piscina, otro estudiante esperaba con una garrocha en mano, listo para socorrer a los que, inevitablemente, necesitarían ayuda.

El agua helada de la piscina y la falta de un adecuado traje de baño no ayudaban a calmar los nervios. La mayoría de los alumnos solo vestían su pantaloneta de deporte, lo que hacía que el desafío fuera aún más incómodo. Sin embargo, para muchos, la parte más difícil no era el salto en sí, sino enfrentar el miedo y dar ese paso hacia lo desconocido.

Entre los recuerdos que dejaron huella, hay historias que se cuentan con una mezcla de incredulidad y risas. Como aquella vez en que un alumno, presa del pánico, al momento de saltar se aferró a la ropa del inspector, arrastrándolo con él al agua. La ironía del momento era que muchos de los inspectores tampoco sabían nadar, lo que hacía que la escena fuera aún más surrealista.

A pesar de las dificultades y el frío, este rito de iniciación era una experiencia compartida que unía a los estudiantes. Era una especie de lección no oficial, donde se aprendía que la vida a veces te lanza al agua fría, y que está bien tener miedo, pero también es importante enfrentarlo.

Con el tiempo, este peculiar ritual se ha convertido en una anécdota que muchos exalumnos del Colegio Vicente León recuerdan con nostalgia y una sonrisa. Lo que en su momento parecía una prueba abrumadora, hoy es visto como una experiencia que les enseñó a superar temores, a confiar en sus compañeros y, en cierto modo, a sumergirse en los desafíos de la vida.

La piscina del colegio no era solo un lugar para nadar; era un espacio donde los estudiantes aprendían, de manera literal y metafórica, a dar el salto. Una tradición que, aunque poco convencional, dejó una marca imborrable en el corazón de todos aquellos que alguna vez estuvieron en ese altillo, mirando el agua y enfrentando su primer gran desafío como vicentinos.

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