Tres décadas de enseñanza

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Mi camino como docente comenzó con una misión clara: transmitir conocimientos en física y matemáticas, pero rápidamente descubrí que enseñar va mucho más allá de fórmulas y números. Inicié este viaje en el colegio San Gabriel y en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE) en Quito, antes de hacer maletas y partir hacia Chile para continuar mi formación académica. Aquella experiencia como profesor marcó mi vida y hasta hoy, más de 30 años después, sigue siendo una fuente de aprendizajes y conexiones humanas profundas.

En el San Gabriel, tuve la fortuna de ser parte de un proyecto educativo que trascendía las aulas. Los sábados, los estudiantes colaboraban en talleres extracurriculares con niños de las escuelas de Fe y Alegría, en un intercambio de realidades y experiencias que transformaba a ambos lados. Los niños mejoraban su rendimiento académico y los chicos del San Gabriel aprendían sobre humildad, resiliencia y empatía. No solo crecían en lo académico, sino también en lo humano. Ver ese crecimiento fue una de las mayores recompensas de mi labor como educador.

Ser un profesor estricto no estaba reñido con mostrar humanidad. Intenté siempre ser un guía exigente, pero justo, y esa conexión se mantiene viva. Recuerdo con especial emoción la fiesta del 10 de agosto en la embajada de Ecuador en Santiago de Chile, donde, entre la multitud, me encontré con uno de mis antiguos alumnos del San Gabriel. Estaba estudiando en la Universidad de Chile y triunfando en su carrera. Ese encuentro reafirmó lo que siempre he creído: la educación no solo transforma mentes, sino que traza caminos de éxito y gratitud.

Hoy, como profesor de posgrado en la PUCE, sigo colaborando con la educación jesuita. Tres décadas después, el legado de enseñar no ha perdido su magia. Mis estudiantes, antiguos y actuales, son prueba viviente de que la educación tiene el poder de cambiar vidas, incluido la mía.

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