La tarde del domingo 24 de mayo de 1981 quedó grabada en mi memoria como un día que comenzó en celebración y terminó en tragedia. Festejábamos el cumpleaños de mi prima Paulina Naranjo, una ocasión llena de alegría y risas, cuando de repente mi primo Antonio Naranjo Enríquez bajó las escaleras pidiendo silencio. Su rostro reflejaba preocupación mientras nos informaba que el avión de la Fuerza Aérea Ecuatoriana, que transportaba al presidente Jaime Roldós Aguilera, había sufrido un accidente.
El avión se había estrellado contra el cerro de Huayrapungo, en la provincia de Loja. Además del presidente, todos los pasajeros de la aeronave habían fallecido, incluyendo su esposa Martha Bucaram y el ministro de Defensa Marco Subía Martínez. Al escuchar este último nombre, su sobrina, Paulina Subía, quien también estaba en la fiesta, rompió en llanto. En ese instante, la celebración llegó a su fin.
La aeronave había partido de Quito poco después de una ceremonia cívico-militar en el Estadio Olímpico Atahualpa, donde se condecoró a los combatientes de la Guerra de Paquisha. Su destino era Macará, desde donde el presidente tomaría un helicóptero hacia Zapotillo para participar en otra ceremonia. Sin embargo, a solo 60 kilómetros de la pista de Macará, el pequeño avión presidencial se estrelló contra una gran roca en la cresta del cerro Huayrapungo. Estuvo a escasos metros de sobrepasar el obstáculo, pero la tragedia fue inevitable.
Al día siguiente, en el Colegio Vicente León, todos los estudiantes, profesores y autoridades nos reunieron para rendir homenaje al presidente Jaime Roldós Aguilera con un minuto de silencio. Con la mano en el corazón, recordamos solemnemente aquel fatídico acontecimiento. Sin embargo, lo que debía ser un momento solemne se vio interrumpido de una manera inesperada.
En medio del silencio, se escuchó la voz de un maestro carpintero que, junto a sus colegas, trabajaba en la cubierta del polideportivo. En voz alta y con un tono despreocupado, dijo: «Ois ve Manual, pasáme el sirocho». La frase, pronunciada con un marcado error en el idioma, rompió la solemnidad del momento. Todo el colegio, estudiantes y profesores por igual, estalló en risas. La cara de molestia del inspector general era evidente, y tras el minuto de silencio procedió a reclamar a los carpinteros por lo que consideró una falta de respeto.
Este episodio, aunque cargado de seriedad por el contexto, se convirtió en una anécdota inolvidable para quienes lo vivimos. La solemnidad del homenaje al presidente Roldós quedó mezclada con las risas adolescentes provocadas por la espontaneidad del maestro carpintero. A pesar de la tristeza de esos días, este momento nos marcó como estudiantes y nos enseñó a encontrar algo de ligereza incluso en medio de la tragedia. Hoy, al recordar ese 24 de mayo de 1981, pienso en la fragilidad de la vida, en la importancia del liderazgo de Jaime Roldós y en cómo los pequeños momentos pueden quedarse grabados en nuestra memoria, recordándonos tanto la seriedad de los acontecimientos como la humanidad que nos conecta en cada experiencia vivida.