El año 2008 marcó un punto de inflexión en mi vida profesional y personal. Se presentó la oportunidad de trabajar en un proyecto de desarrollo internacional con sede en Costa Rica, un desafío que requería construir un modelo econométrico basado en las experiencias de proyectos exitosos en la región. Pero este trabajo se convirtió en mucho más que análisis de datos: me permitió conocer de cerca la esencia de Centroamérica, sus comunidades indígenas, sus historias, y los retos que aún enfrentan.
Visité más de 350 comunidades indígenas en Centroamérica, donde fui recibido con hospitalidad y una riqueza cultural incomparable. Cada comunidad tenía su propio lenguaje, costumbres y formas de entender el mundo, pero compartían algo en común: una fortaleza inquebrantable frente a las adversidades. Sus historias de lucha, su conexión con la tierra y su resiliencia dejaron una huella imborrable en mi visión del desarrollo y la justicia social.
Sin embargo, no todo eran celebraciones culturales. En cada comunidad también encontré desafíos profundos: acceso limitado a servicios básicos, desigualdad estructural y cicatrices de conflictos pasados. La década de 1980 fue especialmente cruel para esta región. La Guerra Fría trajo consigo represiones militares, insurrecciones armadas y guerras civiles en Guatemala, El Salvador y Nicaragua, dejando un saldo devastador de más de 340.000 vidas perdidas. Comparado con Ecuador, Centroamérica parecía un territorio marcado por un sufrimiento histórico inmenso.
De todos los países, Honduras emergía como uno de los más afectados por las secuelas de esta crisis. Las consecuencias de la desindustrialización, el deterioro institucional y la falta de inversión en el estado de bienestar eran palpables. Las intervenciones extranjeras, especialmente de Estados Unidos durante la presidencia de Ronald Reagan, exacerbaron las tensiones al financiar la Contra para derrocar al gobierno sandinista en Nicaragua, lo que intensificó las guerras civiles en la región.
Fue imposible no reflexionar sobre lo privilegiado que había sido al crecer en Ecuador, un país que en comparación parecía una «isla de paz». Este contraste reforzó mi compromiso de trabajar por el desarrollo y la equidad.
En un viaje a Guatemala, tuve la fortuna de entrevistarme con Marco Vinicio Cerezo Arévalo, presidente del país entre 1986 y 1991. Durante nuestra conversación, me compartió una anécdota que resumía el clima de tensión de la Guerra Fría. Relató cómo una delegación de la embajada de Estados Unidos llegó al palacio presidencial con fotografías satelitales que mostraban tanques rusos desembarcando en Nicaragua, insinuando que el objetivo final era invadir Guatemala. Los estadounidenses presionaban para que el país comprara armamento, una propuesta impensable para una economía devastada.
Cerezo, buscando una segunda opinión, acudió a la embajada de Francia. Tras un análisis satelital, los franceses confirmaron la presencia de los tanques rusos, pero añadieron con humor que no representaban una amenaza: cada tanque pesaba más de 40 toneladas, mientras que los puentes centroamericanos solo podían soportar 30 toneladas. Con una gran sonrisa, Cerezo remató: «No les compré armas a los gringos».
Mi paso por Centroamérica fue un viaje de aprendizaje profundo. Las comunidades que visité, las historias que escuché y los datos que analicé no solo ampliaron mi conocimiento, sino que transformaron mi perspectiva. Comprendí que el desarrollo no es solo una cuestión de cifras y modelos, sino de entender las historias y desafíos de quienes buscan un futuro mejor.
De esta experiencia surgió una convicción: el desarrollo real solo es posible cuando las políticas y proyectos se construyen desde el conocimiento local, el respeto por las culturas y el compromiso con la equidad. Centroamérica, con su historia de lucha y resiliencia, me enseñó que incluso en los contextos más difíciles, la esperanza florece en las raíces profundas de su gente.