El pasado diciembre, tuve el privilegio de visitar el taller del maestro Nelson Román en la casa abierta Santa Bárbara. Fue un recorrido que no solo me llevó por su vasta obra, sino también por los rincones más profundos de su genialidad artística. Con más de 60 años dedicados al arte plástico, Román es un testimonio viviente de cómo la cultura, la naturaleza y lo sacro pueden entretejerse en el lienzo para contar historias universales.
La experiencia comenzó con un encuentro frente a algunas de sus obras más icónicas: «El Cacique Banana», una representación vigorosa y mágica de la conexión ancestral con la tierra; «El Ojo del Jaguar», un cuadro que parece penetrar el alma con su mirada enigmática; y, por supuesto, el hipnótico Azul Román, ese tono característico que evoca tanto las alturas de los Andes como la profundidad del espíritu humano. Cada pincelada, cada trazo parecía vibrar con vida propia, revelando el legado del maestro y su inagotable capacidad de reinterpretar el mundo que nos rodea.
Nelson Román, nacido en Latacunga el 7 de febrero de 1945, no solo heredó de su padre Salvador Román la pasión por el arte, sino que llevó su talento a niveles extraordinarios. Su formación en la Escuela de Bellas Artes de Quito, y luego en Niza y Marsella, le permitió absorber influencias de diversas culturas, que hoy dialogan con su identidad profundamente ecuatoriana. Sus obras, exhibidas en museos y colecciones de todo el mundo, mezclan figuras humanas, criaturas vigorosas como jaguares y caballos, y elementos naturales, todo enmarcado por los vibrantes colores azul y rojo que caracterizan su estilo.
Durante la visita, Nelson compartió historias de su vida y detalles de proyectos en desarrollo. Su entusiasmo, es contagioso, escucharle hablar de su obra, me hizo reflexionar sobre la capacidad del arte para conectar tiempos y culturas.
Quizás lo más conmovedor fue la manera en que el maestro invitó a interpretar sus obras no solo desde el intelecto, sino desde el corazón. Me fui del taller con la sensación de haber vivido algo más que un recorrido por cuadros y esculturas: fue un verdadero deleite para el alma y la mente, un recordatorio de que el arte, cuando es auténtico, nos trasciende y nos transforma.