Desde mi niñez, el nombre de Chile resonaba con un eco especial en mi hogar. Mi padre, con nostalgia y admiración, narraba su experiencia como estudiante de ingeniería agrícola en la Universidad de Chile, describiendo un país que le había dejado una marca imborrable. Esas historias de esfuerzo y aprendizaje, junto con el impacto de la reunión regional de la Unión Astronómica Internacional (UAI) en 1992, encendieron en mí el sueño de seguir sus pasos y viajar al país de la estrella solitaria para perseguir mi pasión por la astrofísica.
Chile, con sus cielos despejados y su compromiso con la ciencia, se había convertido en un epicentro mundial de la astronomía. Fue un honor indescriptible asistir a la reunión de la UAI en 1992, donde conocí a Allan Sandage, el discípulo de Edwin Hubble y uno de los astrónomos más destacados de la época. Sandage, con su franqueza, me advirtió sobre las dificultades de la carrera astronómica, sugiriendo que considerara la física nuclear, una disciplina más rentable. Pero mi corazón estaba decidido: no podía apartarme del fascinante universo de las estrellas.
Ese evento también me abrió las puertas al Observatorio Paranal, que entonces estaba en construcción. Gracias al Director de Paranal, tuve la fortuna de observar de cerca el montaje de uno de los observatorios más grandes y avanzados del mundo. Ver cómo se levantaba esta maravilla científica en el árido desierto de Atacama fue una experiencia transformadora que consolidó mi decisión. En 1997, mientras Ecuador enfrentaba la crisis política tras la caída de Bucaram, empaqué mis sueños y partí a Chile para estudiar astrofísica en la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Mi estadía en Chile fue profundamente enriquecedora. La calidad académica de la PUC, combinada con la oportunidad de interactuar con mentes brillantes y colaborar en proyectos de investigación, me permitió crecer como científico y como persona. Hice amigos entrañables y fui testigo de un modelo de desarrollo que había transformado al país en pocos años. Chile estaba lejos de ser perfecto, pero su apuesta por la educación, la infraestructura y la estabilidad económica era evidente y digna de admiración.
Uno de los momentos más curiosos de mi estadía ocurrió por invitación de un amigo que dirigía el departamento de cultura de la municipalidad de Providencia, en Santiago. Me invitó a un homenaje a Augusto Pinochet, el dictador que marcó una era de profundas divisiones en Chile. Asistí como extranjero curioso y terminé conversando unos minutos con el general, incluso tomándome una foto con él. La reacción de mis compañeros de universidad fue inmediata y contundente: no podían creer que hubiera dado la mano al hombre que simbolizaba años de represión y dolor para muchos chilenos.
Aquel episodio me dejó reflexionando sobre la historia reciente de Chile. Siempre me he preguntado si el país podría haber alcanzado su desarrollo sin necesidad de derramamiento de sangre, en un marco de democracia y unidad. Los extremismos que dominaron la década de 1970 dejaron cicatrices profundas, y aunque Chile ha avanzado enormemente, la herida sigue abierta. Se necesitarán más generaciones para cerrar esas brechas y sanar el tejido social completamente.
Chile me enseñó más que astrofísica; me mostró las complejidades del desarrollo, los costos del extremismo y la importancia de la reconciliación. Es un país donde los cielos más claros del mundo contrastan con una historia turbia, pero también es un lugar de resiliencia y esperanza. Mi experiencia en Chile es un recordatorio constante de que el progreso verdadero requiere equilibrio, diálogo y un compromiso colectivo por construir un futuro en el que todos puedan mirar hacia las estrellas sin cargas del pasado.