EL DÍA QUE PAPA se murió por mi culpa no fue el mismo en que le rompi la cabeza. Habían pasado cuatro o cinco años desde el día en que vi brotar la sangre de su calvicie. No como una cascada sino solo como cuatro hilitos delgados que descendieron por su frente.
Con un disgusto enorme y una punteria sorprendente le lance, desde la mesita, directamente a la cabeza calva, un tenedor. Un tenedor tan filoso como pequeño, tan naranja como liviano, tan preciso como la hora de Greenwich. Luego de pincharlo el tenedor cayó vencido a su plato de sopa, y los hilitos de sangre llegaron despacio a su frente, a diferencia de mi estupor que llegó de súbito. El asunto no pasó a mayores, fue un rasguño, nada que un trozo de gasa y un poco de mertiolate no lo solucionara.
El día que murió fue mucho peor. Verlo rígido, pálido, muerto, me llevó directo al infierno, a la culpa cristiana, a la cárcel de la conciencia donde no entra ni el Angel de la guarda. Nunca entenderé porque papá decidió irse a morir en la banca nueva que mamá cuidaba con esmero. Pero lo peor fue la mezcla de voces, de palabras, de gritos que formaron un barullo ensordecedor y no dejaba a Dios escuchar mi plegaria.
Dios ya era sordo, eso creia yo a mis ocho años. (De grande lo he confirmado). Mientras mamá gritaba: “Se murió, se murió!”; la abuela rezaba con voz aguda tiple: “Santo Dios, santo fuerte, santo inmortal, ¡libranos Señor de todo mal!”; mi hermana con ojos de sapo paranoico me culpaba, rugía: “¡Lo mataste!”.
Mi pecho estallaba de tristeza, la orfandad me poseía con una brusquedad rotunda, la desolación me abrazaba con sus tenazas hirientes.
Yo subi a la terraza del tercer piso. Pensé que al estar más cerca del cielo tal vez Dios escucharía; sin tanto grito, ruido y barullo él escucharia; si le daba la gana atenderia mi súplica entrecortada y llena de mocos: Nono teee lo lleceveees, Padre nuestro que estás en los cielos… Nnno tece lo lieeeveees, por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa…
Bajé sin saber si Dios oyó. Bajé segura de que iría a la cárcel. Bajé con el futuro hecho trizas, con el estigma de asesina colgado al cueIlo y vistiendo hasta el piso el cuerpo del delito. Es que yo maté a papá por el salto de cama rosado de mangas bombachas y encajes de mi hermana. Ella me había prohibido usarlo, pero al ponérmelo me sentía una reina. Su suavidad y elegancia me daban un aire que parecía desaire.
Al verme, mi hermana se enfureció, me persiguió escalera abajo, me agarró de la manga de encaje. Yo huí. La fina bata se enredó en el hierro forjado del pasamanos y yo rodé y rodé y rodé. La prenda se partió en dos como si una bruja de enormes
unas la hubiera rasgado de principio a fin. Papá vio la escena, dijo que estaba harto de nuestras peleas, fue a la banca y se murió.
Después de pedir a Dios el milagro de la resurrección bajé de la terraza. En el descanso de la grada el alma me volvió al cuerpo al oír a papá: “en una de estas me van a matar”. Bueno, no fue en esta, respiré aliviada.
Publicado en la Revista Vistazo