¿Por qué solo escribes de ti mismo?, preguntó prendiendo la minigrabadora.
Sin pensar respondí: porque contar la propia historia no solo es poner la vida en palabras, también es levantar velos, desatar nudos, tender puentes.
Al finalizar mi respuesta y al escucharme, cuando aquel chico retrocedió la grabación, me percaté de que no sabia porque dije lo que dije. Que esa respuesta la respondió aquel duende que vive en mí, el que me despista, me hace desordenada, me exige, me reta, me estresa, me tiene siempre en vilo. Ese infeliz que se agazapa, pero lo echo en falta cuando se duerme.
Quiero contar la historia de mi mamá, me dijo un día la Mona. Este deseo suyo y mis invitaciones insistentes a mi taller nos unieron de una manera distinta a la que nos había unido la vida hace unos 50 años. Ya no éramos las adolescentes conflictivas y descomplicadas; risueñas y lloronas; responsables y vagas, éramos dos mujeres a quienes unía un cariño viejo y unas ganas de volverse a ver a los tiempos.
La Mona llegó al colegio con una belleza, gracia y desparpajo únicos.
Era de nuestra edad, pero era grande.
Sabía cosas, hablaba con la misma intensidad de la vida y de cada pendejada que pasaba por su mente y que nos hacía matar de la risa. Ella tenía una risa hermosa que espero no olvidar nunca.
La Mona llegó fachosa, de Manta con el calor en el alma llegó, con toda su gracia costeña y su cuerpo envidiable, pero fachosa llego. Es que para la pobre vaporosa Mona ponerse el pesado y horrendo vestido de casimir gris con el picoso y desagradable buzo de cuello alto por dentro, con ese detestable saco rojo; y, por si fuera poco con aquel poncho de una textura tal, que luego de la primera lavada, parecía que había dormido con gato, debe haber sido una tortura china. Pero verla «vestida de civil» era un espectáculo: su ángel y belleza eran enormes, comparables solo con su sencillez. Pues sí, la Mona cargaba su encanto con una ligereza tal, que la hacia más linda.
Su nombre, rarísimo para el mundo de los años 70, poblado de miles de Mónicas y Marías. Se llamaba Milagros, su madre española le había bautizado con un nombre tan castizo que la castellana monja Rosario la llamaba Remedios. Aún resuena en mi memoria el grito unánime: ¡MILAGROS!, cuando la reverenda se equivocaba.
Ambas nos casamos muy jovenes, ella tuvo pronto sus hijos, yo esperé como cuatro años para tener las mías.
Nunca nos vimos seguido ni fuimos amigas intimas. Simplemente fuimos dos mujeres que nos respetamos y quisimos mucho; y, que también nos admiramos mutuamente. Ella no tenía mayores motivos para admirarme, pero lo sé porque un día me dijo. A mi sí me sobraban motivos, porque Mili era valiente, digna, con una entereza y sabiduría implacables.
Visitaba a mi nieto #Yoursokiú cuando recibí la noticia de su muerte.
Una muerte esperada, sin sorpresas, sin dramas. Digna de ella, pero una muerte fría y punzante como toda muerte que duele aunque no llegue callada sino anunciándose; estéril y estúpida como toda muerte que llega a destiempo; inmensamente triste como toda muerte de quien uno ama.
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