La más bella capital de los ecuatorianos está de cumpleaños. Fundada en una meseta andina, rodeada de volcanes, montes y valles adornados por la naturaleza con un gusto exquisito, fue el centro de poder desde antes de que el imperio del Tahuantinsuyo dominara nuestro territorio. La conquista española estuvo acompañada de varias congregaciones católicas, cuya misión fue convertir al catolicismo a los “indios” destruyendo todo vestigio de sus deidades y lugares ceremoniales. Destruyeron el más importante templo de adoración pagana ubicado en el lugar que ahora ocupa la “Plaza Grande” y el palacio presidencial.
Construyeron majestuosas iglesias en una suerte de competencia entre las congregaciones, con la mano de obra de los aterrizados aborígenes, al punto que ahora hay quienes lo califican como el “más grande convento de América” considerando la densidad de templos en un área reducida. Por lo que el centro histórico es una reliquia viviente de aquella época y guarda decenas de rincones con historia. Ningún habitante de nuestro país debe sentirse ecuatoriano sin admirar en vivo y en directo la experiencia de caminar por sus estrechas calles y conocer de su historia.
Los quiteños, que en su gran mayoría son migrantes ecuatorianos, tienen un afecto especial por su ciudad. La celebración de la fundación era, tradicionalmente, una sesión solemne y pocos actos culturales, hasta que la ciudadanía empezó a apoderarse de sus calles a inicios de la década de los años sesenta. Un hito en esa ruta del jolgorio fue la apertura de la plaza monumental de toros de Iñaquito, impulsada por el matador ecuatoriano de toros Manolo Cadena Torres. La feria Jesús del Gran Poder atrajo a los mejores diestros del mundo.
Paralelamente, el 5 de diciembre de 1963 se encendió la fiesta popular con bandas de pueblo, al son de saltashpas, sanjuanitos, pasacalles y demás, por iniciativa de un orgulloso pujilense que abrió el desfile con el que los “chagras” saludaban a Quito, con la comparsa de los danzantes y pingulleros de Zumbahua. Esa noche larga, propios y extraños desempolvaron los sentimientos de camaradería, buena vecindad y alegría que siempre se mantuvieron en la intimidad de las familias. Cantando y bailando, se alegraron hasta las almas de próceres y personajes históricos como los chullas quiteños, el padre Almeida y el chulla Romero y Flores.
De a poco, se institucionalizaron las fiestas de Quito, convocando cada vez a un espectro más amplio de turistas, llegando la fiesta brava a ocupar los primeros sitiales del mundo taurino en Hispanoamérica. El Municipio de Quito también se adaptó a este huracán de visitante del Ecuador y el mundo, ampliando la oferta año a año, hasta ofrecer centenares de actividades de índole cultural, deportiva, gastronómica, taurina, etc. para complacer a todos los gustos. Hasta que brilló el ojo de políticos que no comprenden ese ambiente festivo espontáneo de los quiteños y cogieron de rehén la corrida de toros, para mezclarle en una consulta popular destinada a obtener réditos personales. El daño se consumó al prohibirlas, a pesar de haberse posicionado a la altura de las mejores ferias del mundo. Fue el eje sobre el cual se desarrollaban todas las demás actividades, con beneficio para grandes sectores de la capital y del país.
Con la nostalgia que nos causa la ausencia de esta colorida fiesta, debemos aprender a vivir sin ella, para seguir festejando la alegría de tener esta joya cultural que nos representa ante el mundo. Es una de las maravillas que tiene nuestro país y debemos sumarnos en todas las formas posibles para cuidarla, admirarla, difundirla y visitarla religiosamente de tiempo en tiempo, a manera de romería cívica.
¡PERO QUE VIIIIVAAA QUITO!