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Las calles del Ecuador son mudos testigos mudos de la inconformidad del “pueblo” que, al sentir que no existe otro camino para encontrar respuesta a sus angustias, desahoga su descontento a los cuatro vientos, como esperando que alguien por allá arriba recoja su aspiración y la haga realidad. Esta libre expresión ha sido consagrada como un derecho de los pueblos desde tiempos inmemorables y está garantizada en nuestra Carta Magna. Paralelamente, se ha convertido en un arma política utilizada con protervas intenciones por parte de agrupaciones dedicadas a vivir de beneficios obtenidos del Estado, ejerciendo presión pública a las autoridades de turno hasta que cedan para evitar daño a su popularidad.

La verdad es que muy pocas manifestaciones son genuinas, en la actualidad. Hemos vivido grandes movilizaciones de gente bajo determinadas banderas, cuyos costos de movilización, alimentación y bonificación, están cubiertos por organizaciones o personas ocultas, quienes persiguen objetivos personales o grupales alejados de las consignas que van a defender los marchistas. De todas maneras, hacen su efecto en arrinconar al mandatario hasta conseguir algún privilegio. Posiblemente sea el camino más corto que los estrategas de la política han descubierto para alcanzar sus objetivos.

Lamentablemente, esta forma de imponer las exigencias, fundadas o no, al escuálido Estado, causa graves e irreparables perjuicios que los vamos a pagar todos. Cuanto más complejo el asunto que se discute, más trabajo técnico y sensatez demanda. Por el contrario, los temas son llevados a las calles cuando carecen de estas condiciones, pues de tenerlos, se discutirían en forma democrática respetando los canales que existen para el objeto, como la Asamblea Nacional y el Ejecutivo.

Con el método de protestas se han impuesto perjudiciales gravámenes a la paupérrima caja fiscal. Lapidarios ejemplos son el incentivo para jubilación de maestros que lo impuso un gobierno para despejar el magisterio y colocar a sus seguidores; seguro campesino subsidiado a cargo del IESS; subsidios a combustibles; precios mínimos al productor de maíz, arroz, azúcar, dejando indefenso al consumidor; ajustes a pensiones jubilares del IESS sin financiamiento, arriesgando los fondos jubilares de todos los afiliados y jubilados; cobertura a los dependientes de afiliados al IESS sin financiamiento; monopolización de la generación de todo tipo de energía. La sumatoria de este tipo de imposiciones, causan graves perjuicios irreversibles por convertirse en derechos adquiridos. Esta es la ruta al abismo.

Todas las organizaciones políticas que han llegado al poder ejecutivo y legislativo, han dejado su huella de perjuicio al país a cambio de ganar votitos. A la hora de decidir han preferido tomar el camino que les conviene sin importar el perjuicio que causa. No existe actor político que sea capaz de llevar al estrado a quien causó estos daños al pueblo ecuatoriano porque entre bomberos no se pisan la manguera. Logrado el despropósito, los beneficiarios quedan satisfechos por la batalla ganada, y la población pagará las consecuencias más temprano que tarde.

Las marchas entonces, son anuncios de que algo se va a imponer, que no ha sido posible conseguirlo con argumentos sólidos y dentro del marco legal. Es una manera violenta de superar la oposición de la razón o política. Carece de legalidad y legitimidad, pues por mucha bulla que acompañen a la protesta, no es sinónimo de tener la razón. Caso de lograr su pretensión, en muchos casos quedarán los daños emergentes que a la larga agravan la situación del Ecuador. Necesitamos fortalecer la democracia con poderes que resuelvan los problemas con la razón, al amparo de la ley y con sustento técnico. Existen excepciones que no justifican la regla.

¡OJO CON LAS MARCHAS!

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