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Con nostalgia, recordamos los días de nuestra infancia. La vida sencilla y comunitaria del barrio, donde llenábamos nuestro espíritu con las cosas más importantes de nuestra existencia, como la bicicleta, la rueda, el club de águilas, la pelota vieja que nos prestó servicios sin condiciones, la ropa desgarrada que no sobrevivía más de unos pocos minutos sin ser decorada con auténticos grafitis que salían luego de refregarla contra la piedra y la ayuda del “macho”. Los zapatos se encogían apenas al mes de ser inaugurados y necesariamente requerían ser adaptados para dar holgura a los asfixiados pies que luchaban por salir a la luz. Cómo olvidar los “mandados” que solemnemente le mandaban hacer al más esforzado jugador, quien portaba un mensaje hablado que debía recitarlo, jadeando, a la “vecina: …manda a decir mi mamita que le mande media libra de manteca y una libra de harina, y que por favor le apunte en la cuenta”. Es decir, fiado, sin fecha establecida de pago, ni intereses. Tampoco se discutía el precio, pues si la generosa tendera lo estaba entregando al fío, le correspondía el derecho de imponer el precio.

Esta vida relajada nos permitió vivir una niñez sin angustias. El mundo se reducía a estas pocas cosas importantes, sin advertir todas las peripecias que nuestros padres tenían que pasar para sostenerla. Quizás, este entorno protegido por nuestros sacrificados padres, nos llevó a pensar que así sería nuestro futuro y nos acostumbramos a esperar que las cosas van encajando en su lugar como un rompecabezas, sin razón alguna para preocuparnos por cuestionar el origen de tantas comodidades. En la actualidad, estos beneficios que consideramos innatos se conocen como “derechos” y los autodenominados “progres” convirtieron en derecho a cualquier aspiración, por pequeña e intrascendente que fuere. Esto genera empatía hacia los beneficiarios, que se convertirán en votitos, muy cotizados en la clase gobernante.

Hemos llegado al punto de demandar del empobrecido Estado, que somos todos, el cumplimiento pleno de los beneficios alcanzados gracias a la generosidad de la clase política, que no se haya tomado la molestia de establecer el financiamiento específico y sostenible con el que pueda atenderse el generoso derecho consagrado. Como vivimos en un país de Ripley, este derecho es inalienable, irrenunciable, indivisible, interdependiente y de igual jerarquía que todos los demás. Por tanto, será intocable y los gobernantes de turno deberán cumplirlos, a cualquier costo. Basta una acción de protección para que por mandato de un juez, se le ponga al ejecutivo contra las cuerdas.

Esta demagógica forma de resolver los problemas reales que aquejan a nuestra población, es el origen de una estructura político-administrativa, que se autodestruye. Basta analizar el presupuesto general del Estado condensado en una página para entender el desequilibrio que nosotros los ecuatorianos hemos causado, sin ayuda del FMI ni ninguna institución foránea, para asegurar todas las partidas de egreso, mientras que las partidas de ingreso son dudosas, variables e insuficientes, generando el indeseable “déficit” que evidencia que los gastos superan los ingresos. Siguiente paso es buscar prestamista. La opción es recurrir a las entidades financieras multilaterales de “desarrollo” que exigen que los Estados corrijan esas distorsiones insostenibles, o la “vecina” es decir China que es el chulquero que impone sus condiciones leoninas, pero no objeta las falencias de su cliente. Luego de vivir 10 años al fio, acumulamos más de $60.000 MM de deuda externa muy cara, que representa el déficit fiscal acumulado. Los que defienden mantener el subsidio discriminado, promueven seguir viviendo al fío. Bien podrían dejar de incendiar el país y proponer técnicamente, alternativas para detener este estilo de vida insostenible.

¡ADIÓS VECINA!

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