Cuando era niño, mis padres tomaron una decisión que marcaría mi vida: me inscribieron en la Escuela Isidro Ayora, una escuela no confesional. A lo largo de mi vida académica he tenido muchos profesores, pero los mejores recuerdos que conservo son de mi profesora de primer grado, la señorita Clara Ramón de Gutiérrez. Ella fue quien me enseñó las primeras letras y cómo escribir correctamente. Siempre me recordaba con ternura: «Eduardito, alza la mano, no le tengas vaga a la manito». A pesar de sus esfuerzos, nunca logré tener una buena caligrafía, pero su dedicación y cariño hacia la enseñanza quedaron grabados en mí para siempre.
El hecho de asistir a una escuela no confesional fue fundamental para mi desarrollo, pues tuve compañeros de todas las clases sociales de Latacunga y sus alrededores, lo que enriqueció mi perspectiva sobre la diversidad de nuestra comunidad. Sin embargo, al ingresar al Colegio Vicente León, me enfrenté a un primer impacto que revelaba una realidad social muy distinta: la segregación en los cursos según el nivel socioeconómico. Los alumnos del paralelo A provenían de familias con mayor poder adquisitivo (quintil Q5), mientras que el paralelo E agrupaba a los hijos de las familias más humildes (quintil Q1), no importando si eras repetidor, si tu familia era Q5, ibas al paralelo A. Aunque los inspectores justificaban esta división afirmando que buscaban agrupar a los estudiantes por zonas de residencia, la verdad era que el sistema reforzaba una división socioeconómica dentro del mismo colegio.
Esta segregación no es un problema del pasado, sigue presente hoy en día. Un estudio longitudinal de 10 años realizado por la Fundación Innovaciencia, en colaboración con las universidades Autónoma y Complutense de Madrid, utilizando las bases de datos del Ineval, comprobó que Cotopaxi tiene los niveles más altos de segregación escolar por nivel socioeconómico en todo el país. Para tener una idea de la magnitud del problema, si comparamos el rendimiento de un niño que asiste a la mejor escuela urbana de Latacunga con el de una niña indígena de una zona rural, en el tercer grado de primaria, encontramos que hay una diferencia de 1,5 años de aprendizaje a favor del niño urbano. Al llegar al nivel de bachillerato, esta brecha aumenta a más de 5 años.
El nivel de segregación en Cotopaxi es tan preocupante que, al compararlo con estándares internacionales, se asemeja a los niveles de desigualdad educativa que existen en algunas regiones de África. Las escuelas privadas, que suelen ser de buena calidad, están disponibles solo para aquellos con recursos económicos suficientes, mientras que las escuelas fiscales, con menos recursos y menor calidad, son la única opción para los niños de familias más humildes. Esta situación no solo perpetúa la desigualdad, sino que también tiene un impacto directo en el desempleo en la provincia, ya que la educación insuficiente reduce las oportunidades de empleo bien remunerado para los jóvenes.
¿Qué hacer ante este problema?
La solución más urgente y fundamental es que la educación fiscal ofrezca una educación de calidad a todos los niños, niñas y adolescentes, sin importar su nivel socioeconómico. Un ejemplo notable de cómo esto es posible lo encontramos en la Unidad Educativa Fiscal 11 de Febrero, ubicada en Nayón, cerca de Quito. Durante varios años, esta unidad educativa ha ocupado el primer lugar en las evaluaciones del Ineval, superando a muchas instituciones privadas. Investigando qué hacía la diferencia, constatamos que el factor clave era el profesorado.
La Unidad Educativa 11 de Febrero es relativamente pequeña, con aproximadamente 350 alumnos, lo que permite un trato más personalizado. Las instalaciones están bien mantenidas, ya que anteriormente pertenecían a un colegio particular que quebró, y fueron tomadas por el Ministerio de Educación. Lo más importante es que los profesores de esta institución están bien capacitados, tienen autonomía para tomar decisiones educativas y no están sobrecargados con tareas burocráticas. En lugar de concentrarse en llenar documentos administrativos, dedican su tiempo y energía a preparar sus clases. Y lo más importante, en esta institución educativa no existe segregación por nivel socioeconómico, lo cual fomenta una mayor equidad, inclusión y convivencia entre estudiantes de diferentes orígenes.
El caso de la 11 de Febrero nos demuestra que la calidad de la educación pública sí puede mejorar, siempre que se implementen las políticas adecuadas y se prioricen las necesidades de los docentes y estudiantes por encima de los trámites burocráticos.
Reflexiones finales
La segregación escolar es un problema estructural que afecta gravemente a la provincia de Cotopaxi, limitando las oportunidades de desarrollo de miles de niños y jóvenes. Para combatir este problema, es esencial que el sistema educativo ofrezca calidad y equidad, y que no se siga perpetuando la idea de que solo quienes tienen recursos económicos pueden acceder a una buena educación. La experiencia de la Unidad Educativa 11 de Febrero nos enseña que, con las políticas adecuadas, el compromiso docente y la mejora en las condiciones escolares, es posible cerrar la brecha educativa y ofrecer un futuro mejor para todos los estudiantes, sin importar su nivel socioeconómico.
La Fundación Innovaciencia sigue desarrollando proyectos como IntiSTEM e Innovatech, con el fin de modernizar y mejorar la educación en la provincia, apostando por la ciencia, la tecnología, la equidad y la inclusión educativa. Es a través de estos esfuerzos que se puede comenzar a cambiar la realidad de Cotopaxi, brindando a sus jóvenes las herramientas necesarias para competir y prosperar en un mundo cada vez más exigente.