A siete kilómetros al sur de Salcedo se encuentra enclavada entre montículos naturales la “Laguna de Yambo”, tristemente célebre por hechos importantes.
Debo comenzar contando del “tren de medianoche”.
Estaba en construcción el ferrocarril que uniría Guayaquil, importante puerto del Pacífico, con la capital Quito, se lo realizaba con obreros nacionales y negros traídos de Haití, quiénes tenían alguna experiencia en este tipo de trabajo.
“Míster Herman”, un americano alto, fornido, con bigotes y cara de pocos amigos, fumador y bebedor de buenos tragos, era el contratista mayor. Constantemente, hacía recorridos por el tramo construido y por aquellas rutas por donde debía pasar el tren que uniría la costa con la sierra.
Siempre los realizaba acompañado de asesores, ayudantes, jefes de servicios o trabajadores de los tramos visitados, los interrogaba, les preguntaba sobre el trabajo o simplemente reclamaba. Era de un temperamento fuerte, que lo hacía antipático a la gente. Los trabajadores le tenían recelo y hasta miedo; cuando viajaba a inspecciones se sentían presionados, recelosos y callados.
Las visitas por la línea férrea, en los tramos ya construidos se hacía en carros de ruedas de acero, sobre cuyos ejes se montaba una plataforma de madera sin ningún sostén para los pasajeros, quiénes tenían que mantenerse en equilibrio o sentarse para no caerse, el freno de mano dependía del brequero y de la fuerza de quién lo aplicaba.
Aquella gente que viajaba de esta manera, cuando lo hacían sin la compañía de Míster Herman, nunca miró el peligro ni tomó precauciones, su actitud era más bien festiva y claro está, ingerían abundantes tragos sobre todo en aquellos tramos de la sierra que cruzaba por las faldas de los nevados, en dónde el frío se hacía más sentido para la gente no acostumbrada a temperaturas bajas. Estos hombres de clima cálido y de temperamento tropical ponían alegría y movimiento a su imaginación.
La cháchara, los sobrenombres, cuentos de los campamentos y las anécdotas daban calor al festejo. Muchas veces ponían en ridículo a los jefes de obra, denunciaban sus maltratos y la forma de cobrar por la fuerza viejas cuentas, esta actitud de los viajeros ponía en riesgo la integridad física de todos. Muchas de las veces afloraban los resentimientos y armaban tal gresca que poco faltaba para que volcaran el carro llamado de mano.
Así transcurrieron los trabajos, y la línea férrea tendida sobre los durmientes ya estaba cerca de la “Estación Terminal de Quito”, en la Parroquia de Chimbacalle y solamente esperaban el momento propicio para poder completar y hacer el primer viaje del ferrocarril que uniría diversas y distantes poblaciones, qué debía ser inaugurado por el Señor presidente, el General Eloy Alfaro.
El deseo de terminar era grande, la satisfacción del deber cumplido era el premio, el poder viajar en un medio de locomoción, sentados, conversando y admirando los paisajes que se presentaban a sus ojos era esperado por los trabajadores del ferrocarril. Al fin se hizo realidad en una mañana radiante y el festejo fue de todos, tanto de las personas que se encontraban en el recorrido cómo de quiénes esperaban la llegada del tren.
Los trabajadores querían esperar su turno para viajar, llenos de ilusión, sin presiones, ni mirones que les aplaudieran. Al fin y al cabo, era su obra, su lucha, su sangre, querían hacer el recorrido gozando, festejando y contando tantas cosas que le sucedieron en cada metro de la línea férrea.
Los viajes lo hicieron por grupos en diferentes fechas, esperando que coincidieran con algún evento o necesidad. En uno de aquellos viajes que venía de Guayaquil que había salido a las cuatro de la madrugada de un día hermoso, cálido que incitaba a plenitud de gozo, haciendo las respectivas paradas en diferentes estaciones para saborear algo de comida típica del lugar, como “las habas en hojas de col” en Huigra, “los cuyes” en Mocha, “el chancho” en Riobamba o para cargar carbón y agua, necesario para el funcionamiento de la locomotora.
En sí el recorrido es largo, peor aún, si existe de por medio toda suerte de demoras. Las horas se comían la tarde y en la estación de Riobamba les había cogido la noche. El tren venía con retraso y nadie lo sentía por las emociones del viaje. Los ferrocarrileros encargados de la atención a las personas sirvieron café negro con un sándwich de queso, exquisito y oportuno para esas horas, que ocasionaron más de un comentario favorable sobre todo para la esposa del maquinista, quién los hacía en una tienda que rentaba a unas cuadras de la estación de Riobamba, la de mayor importancia en el trayecto. El Gobierno había puesto esforzado interés en ésta por ser la capital de Chimborazo y centro de operaciones para la construcción.
Entre comentarios, trago de caña, café y emociones no se dieron cuenta que pasaron la ciudad de Ambato a las 11 y media de la noche, no había movimiento comercial, ni personas en los andenes, o familiares a quiénes saludar. Todo estaba oscuro, no había mecheros en la estación, estaba ausente la banderola y no sonó la campana, el tren pasó desapercibido rumbo a la Capital.
Pero el cansancio del viaje y los excesos hizo que los trabajadores de ayer y viajeros de hoy, fueran acomodándose y recogiéndose en los asientos, tratando de taparse del frío y recuperar sueños perdidos.
De pronto, la traca, traca, traca del tren seguido de un pito largo y profundo se perdió en el silencio, era las 12 de la noche, el tren que venía de Guayaquil con pasajeros, trabajadores del propio tren y carga se perdió en las aguas de la laguna de Yambo.
Nunca se encontraron restos, ni sobrevivientes, todo despareció como si el fondo fangoso de la laguna lo hubiera tragado.
Desde esa fecha todas las noches, dicen los habitantes de la zona, que cuando llega la media noche se oye el pito del tren, gritos eternos de mujeres y niños y el maquinista fantasmal se da las vueltas por la orilla buscando a alguien que ayude a sacar del corazón de la laguna al tren de medianoche,
La consternación fue nacional, la curiosidad no solo de las personas del lugar sino de las provincias vecinas y el dolor de los familiares hicieron que se organizaran romerías cada vez que el recuerdo acosaba a sus mentes.
Los días pasaron y la normalidad volvió a ese bucólico lugar, dónde se encuentra de trecho en trecho pequeñas casas de adobe y bareque, pintadas con cal blanca, de tejado rojizo, “acholadas”, como escondiéndose tras el bosque de eucaliptos. Junto a la parte posterior de las viviendas pastorean despreocupadamente ovejas, vacas y uno que otro asno, mientras que hombres rudos del campo aran la tierra con los bueyes. Hoy ese sitio a cambiado totalmente, la modernidad ha ganado, pero queda el cuento del tren que cayó en la laguna.
A pocos minutos de centro de la población de San Miguel de Salcedo se encuentra la estación del ferrocarril; mientras tanto la vida ciudadana transcurre entre niños que salen de las escuelas, el ruido del trabajo, los golpes de martillo, el serruchar en las carpinterías, el caminar de la gente, los empleados municipales que abandonan sus oficinas, las familias que se recogen a conversar en las puertas de las casas, los hombres maduros y politiqueros que lo hacen en el “mentidero”, una banca de cemento localizada frente a la entrada de la iglesia, las verduleras y heladeros en las veredas, el sonar de la campana de la Iglesia los gritos del cura que recoge gente, el ajetreo de las beatas que se apresuran para la oración vespertina.
Con el pasar del tiempo las ciudades progresaron, hay vehículos motorizados que hacen el transporte interprovincial, la gente se profesionaliza, hay migración interna y las tradiciones cambian, pero el tren sigue siendo la unión entre los pueblos, un medio de transporte barato y la posibilidad de carga más segura.
Todos los días, a las cinco de la tarde pasaba “el tren directo”, venía desde Guayaquil haciendo escala solamente en algunas estaciones de la vía férrea hasta llegar a la Terminal en Quito.
Como paseo diario, posterior al trabajo obligado del día, familias enteras y muchachos estudiantes bajaban de la ciudad hasta los andenes de la estación del ferrocarril a ver pasar el tren directo, que, al disminuir su velocidad en zona poblada permitía observar mejor las siluetas de los pasajeros, inclusive muchos pretendían haber visto a familiares y amigos lejanos.
Los habitantes curiosos y los viajeros en rumbo intercambiaban miradas y los pañuelos blancos flameaban tratando de desear buena suerte, enviar un adiós y un pronto retorno.
Así trascurrían amorosamente esas tardes soleadas en la estación de Salcedo, mientras dormía la calma luego del intenso trabajo.
De pronto las campanas sonaban rompiendo el silencio cuando el tren se acercaba, los gritos de los niños y el movimiento de los muchachos se entrecruzaban, querían demostrar la destreza de sus juegos, algunos peligrosos, por que compartían con la locomotora en movimiento.
El tren pasaba pitando tan sonoramente, que cualquier otro sonido se escondía en sus entrañas, las banderolas se agitaban y los carrileros posteriormente readecuaban el rumbo de las líneas paralelas hechas de acero.
En una de esas tardes, algunos muchachos no mayores de ocho a diez años esperaban al tren en una zona prevista de la vía, a unos doscientos metros de distancia antes de los andenes de la estación, justamente en donde bajaba la velocidad, para en feroz carrera paralela saltar y asirse de las escaleras externas de los vagones y viajar colgados por unos metros.
Estas maniobras hacían sentir a estos chicos como hombres y pasar airosos como héroes, alzando el brazo, saludando a la gente que ocupaba los andenes, con la admiración de pocos y susto de muchos, para luego saltar a tierra muy cerca de una quebrada, en el extremo norte del poblado, donde el tren volvía a tomar velocidad para continuar con el viaje establecido.
Los muchachos entrenados y ágiles lo hacían con facilidad a pesar del peligro de caer bajo las ruedas o de saltar a la profundidad de la quebrada; en el mejor de los casos saltar sobre desniveles del terreno y correr el riesgo de producir lesiones o fracturas.
En un día de tantos, uno de ellos llamado “el mono”, por ser costeño y por su agilidad, saltó a destiempo y cayó a la quebrada desapareciendo en el fondo. Las personas que estaban en la estación no vieron tal accidente por el ventarrón que hizo por el paso de los vagones y solamente oyeron algo como un grito lejano, pensando tal vez, que se trataba de un grito alegre de alguno de los chicos, que jugaban recogiendo los clavos que colocaban sobre los rieles para convertirlas en cuchillas, que por el peso del tren aplastaba los aceros.
De pronto entre la maleza y el polvo levantado, luego de un largo rato inquietante, apareció el “mono”, adolorido y de caminar inestable. Las personas corrieron a ver, qué había pasado y todos trataban de hacer algo, unos le limpiaban, otros le quitaban la ropa mojada, alguien le daba a beber una cidra de manzana, que por ese tiempo vendían en una tienda vecina a la estación. Trajeron a la vez, una carreta jalada por caballos, que servía para la carga, para poder conducir al potencial herido al Hospital.
Los amigos se llevaron un gran susto y le acompañaron al Centro de Salud, en el camino le preguntaron por lo sucedido. Él les contó que vio a una mujer que le hacía señas que venga hasta ese sitio donde estaba parada, ese era el lugar donde el tren tomaba velocidad. No pudo controlar las distancias y cayó en la quebrada, pero se dio cuenta que cuando saltaba, aquella persona que parecía ser mujer tenía un vestido largo y negro como esas antiguas sotanas de los curas, que llamaban en los cuentos de los abuelos, el cura sin cabaza por qué no tenía la parte cefálica. Esa noche en el corredor de la casa entre sustos, miedos, y recelos conversaron sobre lo sucedido al “mono” y el abuelo contó anécdotas sobre ese personaje, sobre el cura sin cabeza, qué por esos lugares andaba errante y hacía males a los chicos mentirosos y ociosos.
La casa de la estación se encuentra situada en una explanada, rodeada a cada lado por los rieles del ferrocarril, la una para el tránsito normal y la otra en línea semi curva servía para el intercambio de trenes y el estacionamiento de vagones con carga, que esperan su turno de viaje, según la coordinación controlada por el jefe de estación.
Es una casa amplia rectangular de ladrillo, pintada de amarillo, con un rótulo de letras grandes rojas con bordes negros, que dice “Estación de Salcedo”. Una oficina central, una sala de espera para los viajeros, una bodega en el extremo norte, una habitación confortable para el jefe de estación y su familia. En el extremo sur hay un terreno pequeño con sembríos y una lavandería.
La casa tiene a su alrededor un andén amplio para caminar y llevar la carga de lado a lado. Hay a más, una banderola roja que anuncia el paso del tren, un pizarrón puesto la hora del tránsito y la bandera del Ecuador en todo lo alto de la casa.
A los frentes existen varias casas y hay terrenos cercados por muros de adobe. Por el lado de occidente se mira al río y por el oriente a la ciudad. Hay un contorno de árboles de molles y eucaliptos, al fondo todo el campo retaceado.
A este ambiente llegan familias, jorgas de amigos y parejas de enamorados. El paseo de los enamorados siempre tomaba como camino el espacio que dejan los rieles del ferrocarril y los enamorados caminan conversando de sus deseos, haciendo promesas y de vez en cuando juntándose en tiernos abrazos.
Juegan con las hojas y las flores, se entretienen mirando el paisaje, recogiendo pequeños animalitos, oliendo la yerba, escribiendo recuerdos y letras en los árboles y así pasan las horas vespertinas hasta cuando el sol ya declina y las ranas empiezan a croar.
Un buen día una pareja muy tierna y dulce en sus caricias y modales señoriales tomó el camino de siempre, pero esta vez, preocupados y tensos pensando en las dificultades que impedían su unión, la oposición de sus padres para culminar sus amores en santo matrimonio, se les vio conversar y abrazarse como si quisieran asirse el uno del otro y no separarse jamás. Posiblemente lejos de la realidad, absortos por el deseo, viviendo su sueño de jóvenes enamorados, que, a lo mejor, por la falta de comprensión de sus padres, no podían cumplir este compromiso ante Dios.
El tren de carga pasaba en las primeras horas de la tarde, muchas veces sin parar en las estaciones donde no tenía carga que dejar o llevar y como no había nada para intercambiar en la estación, pasaba rápido y pitaba como siempre hacen los maquinistas cuando se acercan a las estaciones o cruces con la carretera. Cuanto el conductor divisó a la pareja de enamorados que justamente se encontraban en la mitad de los rieles en un lugar muy estrecho comenzó a pitar insistentemente.
Todo fue en vano, la pareja fue arrollada y destrozadas sus ilusiones. Los corazones saltaron del cuerpo, como si se quisieran buscarse entre las pencas y las flores y unirse para siempre. Todo quedó esparcido y solo había una gran mancha de sangre que dejó el tren que se alejó a su destino.
No sabemos, si intencionalmente quisieron unirse eternamente o fue tanto la entrega del uno para el otro, qué no se dieron cuenta de lo que podía suceder. Todo terminó y solamente quedó el recuerdo de dos corazones atravesados por una flecha, grabados en la corteza de un árbol cercano al sitio del accidente.
El tren se fue, sus ilusiones también se fueron en fugaz carrera, nunca se supo lo que aconteció, pero en su muerte quedó la imagen de la mujer amada, en su boca el sabor de sus besos y en el pecho la amargura, de aquella flor de primavera y hoy lirio de este entierro.