LOS MISTERIOS DEL TREN – SEGUNDA PARTE

“Las opiniones publicadas en este espacio son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan la opinión de la Asociación de Cotopaxenses Residentes en Quito. Todas las opiniones han sido publicadas con la expresa autorización de sus autores.

En uno de esos días soleados, habían bajado desde el centro de la ciudad hasta la estación del ferrocarril una jorga de muchachos que pasaban de los dieciséis años, con la intención de estar presente cuando llegaba y partía el tren de las cinco de la tarde. En el pizarrón de anuncios, colocada en la fachada principal junto a la puerta de entrada a la oficina del telegrafista anunciaba con letras grandes y bastante tiza, la llegada y salida del «tren de la tarde. “y el lado opuesto de una campana que colgaba desde un travesaño de madera, 

Como siempre, en el momento que se acercaba la serpiente de acero, desde lejos se podía oír el sonido de los hierros, el soplido de los calderos y el pito retumbante. Había movimiento en el andén y en la oficina principal el jefe de estación daba órdenes para que todo se encuentre listo, el bodeguero vigilaba, los ayudantes hacían lo suyo, los cargadores recogían y acomodaban la carga, embalaban el correo y otros paquetes de envío.

Desde el teléfono de pilas de magnesio, bocina en la pared y manivela para dar vueltas, el telegrafista llamaba a la siguiente estación para anunciar el paso del ferrocarril. Los carrileros y brequeros hacían el cambio de vía, moviendo la línea férrea en sentido adecuada para el tránsito. Así unían con la otra línea de ferrocarril que daba una curva y salía hacia un espacio libre tras la casa de la estación, para dar paso a los vagones de enganche o que se quedaban con carga en la ciudad. La maniobra se repetía en sentido contrario para empatar luego a la línea principal.

Al tocar la campana y mover la banderola roja, el jefe de la estación se convertía en la autoridad máxima de todo el poblado y por su misterioso lenguaje incomprensible para la mayoría de la gente aumentaba su importancia.

Pero esa tarde el tren se demoraba; no se había reportado ninguna novedad, por lo tanto, era cuestión de esperar. Y así lo anunció el jefe a los más cercanos visitantes y curiosos, ya qué pasajeros no había para ese día.

Como la tarde había sido algo calurosa y cansada por la actividad deportiva, aquellos muchachos decidieron tomar refrescos en la tienda esquinera y diagonal a la estación, en dónde solamente había cidra, que en buen romance era vino de manzana. Así que decidieron tomar dicha bebida.

Como era una bebida dulce, fueron consumiendo sin control y poco a poco empezó a hacer efecto, por lo que, no se dieron cuenta de las horas que habían pasado, ya oscuro salieron de la tienda, todos embriagados, no tanto por el grado de alcohol de la bebida, sino por ser la primera vez que tomaron vino. Eufóricamente saltaban, se abrazaban, se reían y no se entendía lo que querían decir, todos eran hermanos por lo que se llamaban «hermano lindo, ñaño del alma» y otras palabras cariñosas.

De repente uno de ellos posiblemente el más sobrio dijo miren ese incendio. Efectivamente había una llamarada como lenguas de fuego muy altas entre la maleza, justamente en la otra orilla del río, que pasa junto a la estación del ferrocarril.

Como en ese sitio no había casas y como tampoco había gente vecina que pudiera pedir auxilio, la posibilidad de un incendio tomaba cuerpo, puesto que tampoco eran festividades de San Pedro y San Pablo, ni parecía ser la quema de maleza recogida durante el día, que al quemar la noche ayudaba a evitar la temible helada, que destruye los sombríos en el campo. A lo mejor solo era una visión producto de la imaginación inducida por el exceso de la sidra. De pronto alguien dijo ahí se está «quemando plata», a lo cual todos en coro respondieron «¡verdad!»

Así que, con ese entusiasmo se pusieron manos a la obra y cada uno fue en busca de herramientas, costales, las varillas de San Cipriano, el cordón de San Francisco y por qué no un buen licor, mejor que el ingerido, para evitar el mal aire y el antimonio.

Se encontraron de nuevo a la hora determinada y comenzaron a caminar comentando la estrategia que se debía seguir. Todos coincidieron en que era necesario hablar malas palabras en alta voz y todo el tiempo, para que el diablo contento se aliara y no fuera a interferir en el trabajo. Cuidaron de esta recomendación en lo posible, se advirtió que se debía insultar con más fuerza si es que había ruidos, luces o movimientos extraños.

Una vez puestos de acuerdo se lanzaron excavar en el sitio, donde aparentemente se localizó la llama. Sin embargo, en el terreno de los acontecimientos no existía huella de quema alguna, lo que confirmaba lo huidizo del dinero y solamente reforzaba el criterio de que existía plata en ese sitio, un mal olor que no se sabía de dónde procedía.

Antes de comenzar la excavación trataron de focalizar el lugar apropiado con las varillas de San Cipriano, pero ninguno sabia del asunto, a sí que mejor hicieron pasar una ronda de aguardiente de caña, que templó los nervios, y de pronto, comenzaron con la retahíla de malas palabras, cuando alguien soplo el trago y dijo «arrarray carajo, ¡qué fuerte”!

Apenas se dieron los primeros golpes con la barreta y las malas palabras estaban en su punto, hubo un ruido estrepitoso, como si algo cayera pesadamente del árbol junto al cual estaban cavando. En ese momento, los muchachos no recapacitaron ni pudieron sacar a relucir el léxico de malas palabras acordadas; más bien, cayeron de rodillas al suelo, pidiendo perdón a Dios rezando lo que podían, mientras daban golpes en el aire a diestra y siniestra con el cordón de San Francisco y otro balbuceaba palabras de auxilio. Finalmente, después de esa experiencia inesperada, se dieron cuenta de que el ruido no fue causado por el diablo, sino por un zorrillo que cayó del árbol, el cual se movió mientras excavaban y producía el terrible mal olor.

Luego de este susto todos regresaron a casa corriendo y muertos de miedo, sin las herramientas, que calladamente habían sacado de sus casas y que se perdieron en la trifulca y la oscuridad. Todo fue remordimiento hasta se les pasó la resaca y les quedó la experiencia de qué no se debe tomar hasta perder el juicio.


Llegaba las fiestas de finados y con ella también las primeras vacaciones del año. Los amigos jugaban a los cocos, a la bomba, a la perinola, al trompo, al boliche y a las ruletas.

Durante la infancia los juegos no eran por dinero, sino con el afán de distracción. Se pagaba con botones de todos los colores y los que perdían eran los sacos y abrigos de los armarios de la casa. Los que ganaban intercambiaban trompos, perinolas o bizcochos.

Los días anteriores a los difuntos, se contrataba a personas que se encargaban de arreglar las tumbas y nichos de familiares muertos, para que estuvieran listos para llevar flores y dejar tarjetas, como constancia, de que por ahí pasaron recordándoles y rezando un Padre Nuestro.

Pero, lo más interesante y distraído era hacer el pan de finados. Comenzaba con la compra de la harina de buena calidad, porque de no ser así, casi siempre mandaban a devolver a la tienda, con el consiguiente disgusto de la expendedora.

Luego, el hacer la masa con los huevos y la levadura era otro cuento, había que pesar, calcular el número de yemas y dejar leudar; de todos modos, los «mayores», eran los encargados del asunto, obtener mejor masa y mejor sabor era el objetivo, «los guambras» solamente oían los reproches y la subida del tono de voz del panadero, mientras amasaban sumisos y sonreídos el resto.

Cuando empezaban a tomar forma los panes, era justo la hora de entrar hacer las guaguas con orejas, ojos deformes, extremidades de diferente forma y tamaño, de hacer los rolletes, las roscas y los tapados. Generalmente terminaban como juego, lanzando pedazos de masa o haciendo adornos indecorosos a las guaguas de pan.

Este es un momento primordial, primer momento que pienso tiene gran significado para la familia, que comparte de una misma masa, se solidariza por un mismo fin, cada uno hace una parte del proceso y ayuda a quién no es todavía un experto. Lo demás es juego, risotadas, conversaciones sobre los consabidos chismes y cuentos del pueblo; luego viene la horneada.

El pedir turno al pandero para poder hornear es una verdadera hazaña, por cuanto todas las familias del pueblo quieren tener pan de finados, para las visitas de los ausentes y que prestos llegarán en «el tren de la mañana».

El panadero dueño del horno, que también hacía para su negocio, se aprovechaba de la ingenuidad de los que encargaban la masa para ser horneada y restaba unos cuantos panes, para sacar al siguiente día a vender en la estación del ferrocarril a los que esperaban o partían. El panadero sobre el andén de la estación gritaba “pan caliente, pan calientito”.


Era esas épocas difíciles, había inestabilidad en el gobierno y los golpes de estado se sucedían unos a otros, los cuarteles se aliaban de acuerdo con conveniencias o el gobernante se declaraba dictador para satisfacer sus pretensiones.

El presidente Velasco Ibarra, posiblemente fue uno de los que más golpes de estado provocó, los militares unos a favor y otros en contra llegaron a batallar y votarlo del poder.

Había por este estado de inestabilidad, una sucesión de encargados del poder hasta las nuevas elecciones. El ambiente en el país se volvía tenso y la economía se perjudicaba, las distracciones eran pocas y las alegrías remotas.

Pero fue un día de aquellos cuando la gente trataba de olvidar las penas y salir al campo, a las cosechas, a festividades de los compadres, al pase de algún santo en poblados pequeños, o simplemente a pasear por el trayecto de la línea férrea a ciertas horas del día como una costumbre saludable. Se suscitaban hechos simples de cortesía, saludos, pañuelos de adioses, estar en contacto de otras personas.

Ese día la sorpresa fue grande, porque en los vagones del tren pasaban soldados. Muchos de los vagones aparcaron en el sitio y de ellos desembarcaron conscriptos que en formación de combate avanzaran por la línea férrea hacia el sur.

Nadie sabía que pasaba, pero la especulación de la gente hizo que se comentaran muchas cosas, desde la búsqueda de jóvenes para el enrolamiento de nuevos conscriptos, desalojos de tierras, solamente entrenamiento, búsqueda de contrabandistas, entre otras cosas, pero a poco, los que más leían los periódicos empezaron a comentar sobre una nueva toma de poder.

En seguida la gente corrió a la radio, las radios de los vecinos y a esperar llamadas por el único teléfono del pueblo que cabalmente estaba en la oficina del jefe de la Estación.

A poco se supo que había «guerra en el socavón», un lugar cerca de Ambato por donde cruzaba la línea férrea que partía de Durán.

En ese lugar se habían encontrado frente a frente militantes de dos bandos contrarios y los soldados que venían de Quito se dirigían a reforzar aquellos que ya estaban peleando.

Lo total es que, en esta confusión, comentarios, sustos y chistes, se pasaron las horas de la tarde y fueron apareciendo las sombras de la noche.

Mucha gente decía que los soldados que se habían desembarcado del tren efectivamente estaban enrolando a voluntarios, reservistas y estudiantes. Empezó a cercar el terror en las familias y las personas que habían reunido en la estación empezaban a esconderse y correr a avisar a sus familias para tornar otras precauciones. Más de pronto una señora de mediana edad de aquellas que vinieron a hacer negocio y vendía fritada, gritó que su niña de catorce años había desaparecido del andén de la estación.

Esto hizo que la gente perdiera la cabeza y corriendo en diferentes direcciones gritara que los soldados estaban llevándose también a las mujeres para ultrajarlas. Hubo personas cuerdas que comentaban que no era así y que como estaban en guerra los soldados tenían que tomar precauciones escondiéndose para avanzar y esperar la noche para hacer movimientos tácticos más seguros. Tranquilizadas las cosas y después de buscar a esta joven, la encontraron con su novio bajo el puente besándose y acariciándose emotivamente

Las noches por lo regular, después de la cena, las familias se quedaban en la mesa haciendo comentarios de las actividades del día, contando chismes, como descargo de conciencia o simplemente repetían lo que el periódico decía en esa mañana.

De pronto uno de los chicos sentado en la mesa, frente de la puerta del comedor que daba al patio de la casa, vio moverse algún cuerpo blanco y gritó sin ningún razonamiento «las almas». Todos regresaron a ver al lugar señalado y efectivamente se movía algo de color blanco, pero, la tía dio la explicación diciendo que se había olvidado de meter unas sábanas lavadas que fueran puestas al sol para secar.

Lo que pasó es qué este niño, con la conversación sin interés y sólo para mayores se caía del sueño y se durmió, de pronto por alguna risa destemplada se despertó y de golpe vio hacia la puerta por donde se divisaba el patio.

A partir de ese momento todos empezaron a contar las anécdotas que sabían, unas completas otras a medias, sobre almas y personajes del otro mundo que hicieron de esa noche, «la noche del terror». Pasaron las horas, la noche se hizo más oscura y sirvieron unos cuantos canelazos y a los niños una llamada de atención, «mañana tienes clases».


Los chicos jugaban a los «chullas y bandidos», en el bosque que rodeaba a la estación del ferrocarril, saltaban, asustaban con gritos, se comunicaban con señales, disparaban pistolas de obleas, había estratégicas caídas, las consecuentes cogidas, corridas, escondidas y otras travesuras.

Un muchacho se escondió en un vagón del ferrocarril dejado en la estación para reparación, espió a tras luz por un espacio abierto entre las tablas de la pared del carretón y al no ver a ninguno de los chicos contrarios se subió apresurado a este escondite perfecto. En estas circunstancias, ya dentro, al escapar velozmente de sus perseguidores, topó con algo como un cuerpo humano, que de pronto se levantó con el tropezón y al verlo en esa actitud el chico pensó en uno de aquellos cuentos de esa noche de terror y soltó un grito aterrador, cayó al suelo desmayado, mientras salía de aquel misterioso escondite un indígena que había estado durmiendo su borrachera.


Estos son los «Misterios del Tren», con sabor a lejanía y frescura en el recuerdo.

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