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Mamá decidió que nos despediriamos de todos los parientes, de todos los vecinos y de todos los artesanos. Recorrimos casa por casa, lloramos al entrar y lloramos al salir. Dimos la mano al entrar, abrazamos al salir.

Yo no entendia muy bien por qué lloraba y por qué la congoja iba borrando la ilusión de la mudanza, del colegio nuevo, de la aventura grande, del cambio. Yo no entendía, pero lloraba y abrazaba al igual que mi madre, con la misma sinceridad antigua, con el mismo afán por el dolor, con la misma tristeza en el alma.

Del río, de la huerta, de las piedras y del perro no hubo chance de despedirse. Todo estaba listo y había que
salir al vuelo, sin mirar atrás, pero con ganas de volver; sin desandar el camino, pero sin ganas de llegar. Y así
dejamos la tierra de uno y nos fuimos a vivir a Quito en 1966.

El nuevo colegio, las compañeras, las monjas con su habladito español y la señorita Fabiola fueron agradables,
pero el mejor invento de la capital era el libro Terruño y las “salidas de observación”. En aquel libro leíamos con miedo y asombro las famosas leyendas quiteñas. Esas llenas de pudor, de pecado, de olor a incienso y a santidad. Y luego de leerlas y memorizarlas y conocerlas al dedillo, íbamos al lugar de los hechos: el maravilloso e inagotable casco colonial de la ciudad. (Hoy por hoy lo único que nos queda de quiteñidad).

En el centro histórico visitábamos calles estrechas e iglesias; veíamos plazas y monumentos; copiábamos
placas y nombres y fechas; y, por supuesto, buscábamos con ahínco al diablo. Lo buscábamos rojo, feroz,
cachudo, con larga cola y garfios. Lo buscábamos con su enorme nariz, su pelo hirsuto y su genio endiablado. Lo buscábamos…

Sabíamos que la plaza de San Francisco albergaba al diablo. Allá llegábamos confiadas de encontrarlo, aterradas de encontrarlo, felices de encontrario. Que él había ayudado a construir la pequeña capilla situada a
la izquierda de la imponente iglesia, contaba la leyenda de Cantuña. Que este se había salvado por un pelo y una piedra faltante de arder en la quinta paila del infierno, contaba la leyenda. Que el olor a azufre perduraba, contaba alguna monjita mal intencionada que seguro queria que me orinara en l a cama.

Hace un montón de años, no tantos como la era del diablo, conocí a Juan Carlos Morales Mejía. Lo conocí cantando en la Nucanchi peña. Lo conocí al calor de la música latinoamericana, de unos tragos y de su guitarra. Cantamos, bebimos y lloramos de emoción al sabernos chagras: él de Ibarra y yo de Latacunga; al sabernos soñadores y locos. La única diferencia es que él sí encontró al diablo. No a uno sino a miles de diablillos.

Juan Carlos es inquieto, poeta, escritor, cantor y guitarrista. Hace el mejor dulce de higos del mundo y me
ha traido un regalo: finalmente he encontrado al diablo. Con un gusto enorme, presentaremos en Libreria Rayuela, su libro Cantuña y los mil diablillos, ilustrado por Roger Ycaza y con una revelación histórica, fruto de su investigación como historiador, que me ha fascinado. Este libro endiablado devela secretos que su autor dará a conocer este sábado 15 a las 11:00.

https://www.eluniverso.com/opinion/columnistas/el-libro-endiablado-nota

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