Mamá lavaba la ropa blanca con «azul» para que quedara blanquisima. Se la dejaba enjabonada de un día para otro. Pero si le caía el sereno de las noches de helada, toda la ropa se hacía «moro moro» amanecía con unos puntitos negros, diminutos como pecas, que no se limpiaban con nada.
El pelo de la mamabuela era blanco, blanquísimo. Mamá decía que se lo lavaba con «azul».
Victorita Baquero era una mujer altiva. Vivió con la espalda recta y el paso orgulloso de quien espera un vendaval de pie, de quien sabe lo que espera, y a ratos no espera nada. Alta, erguida, pelo atado en un moño blanquísimo, bellísima, la «mamabuela» no era ni mi mamá ni mi abuela, ni mi pariente siquiera. Pero fue, para mí, todo eso: Mamabuela.
Viuda y con tres hijos: Víctor, Beatriz y Rosita era la arrendataria de mi abuela. Y ahí la conocimos como parte del jardín.
Con una personalidad recia, la mamabuela era lo que era. Para mí ella vestía raro, siempre con una elegancia negra y antigua: falda negra larga hasta el tobillo y recta, blusa blanca, o negra, jamás de algún color. Los zapatos de cuero negro y punta redondeada no eran altos, tenían «taco muñeca» y con una correa delgada se abotonaban a un lado. Para salir a la calle se cubría la cabeza y los hombros con una especie de manta que sostenía con un montón de alfileres redondos. No era musulmana y fue una mujer de avanzada, era ejemplo de libertad e independencia. Ella era el poder femenino en sí mismo.
Su presencia imponía un respeto feroz. Papá contaba que como inspectora del colegio Vicente León daba pasos largos y precisos atemorizando a medio colegio. Andaba con una vara: ¡pobre del indisciplinado, del sucio, del vago!
Para la mamabuela, la educación era lo más importante, no le importó que sus hijas estudiaran en colegio de hombres. Vicho y Bachís eran maestros, Rosita trabajaba en la oficina de correos.
Con la mamabuela conocí el amor incondicional, el mimo a borbotones, la nobleza en toda su extensión. La mamabuela, Bachís y Rosita solo sabían ser buenas. También sabían cocinar y decorar los más deliciosos pasteles; bordar en punto de cruz y tejer; las tablas de multiplicar y la Historia del Ecuador, pero básicamente, sabían querer.
La tina de latón con el agua de lluvia recogida y entibiada al sol me esperaba llena de pétalos de rosa. Sumergida hasta el cogote repetía: 2 x 1= 2, 12 x 5= 60…
Sentada en la banca del patio aprendí a tejer. Rosita, con la paciencia de Job, me enseñó. Las lanas enredadas en mis dedos terminaban sucias, pero nada importaba. Bachis me hacía probar la masa de los pasteles y al de salir del horno decorarlos y comérmelos hasta el empacho total.
La Bachís, con su abrigo rojo y su sonrisa blanquísima, me llevaba a pasear. Siempre pasábamos a comprar golosinas en las tiendas de Carmela Gordillo o de las «quiteñas». También íbamos a la imprenta del señor Carrillo donde nos esperaban generosos los cuentos de pintar o las Cucas, esas muñecas de papel que recortábamos y vestíamos según la ocasión.
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