A fines de los años sesenta el centro histórico de Quito no era aún Patrimonio de la humanidad, era de una hermosura solemne y de un olor insoportable. Era un meadero público y un perpetuo dormitorio de borrachos, pero ahí se llevaba a cabo la actividad comercial, financiera y cultural de la ciudad. Solo ahí se conseguían los roscones, higos enconfitados y aplanchados de la Confitería La Fama; solo ahí se podía comer los mejores sándwiches de pernil de la ciudad; las mejores y más frescas quesadillas; y solo ahí, exclusivamente ahí, nos esperaba el helado elegante del Wonder Bar. Entonces la visita al centro histórico era obligada.
Un dia fui con mis padres a la iglesia de La Compañía. La impactante belleza dorada era siempre parte de los paseos. Detenerse a ver el cuadro del infierno con curiosidad, con miedo y bastante fe era una emoción que no nos podíamos perder. De todos los malvados hubo una cuyo pecado nunca entendí: «La deliciosa». Con cara compungida, y tal vez de dolor, la pobre mujer ardía desnuda en una paila. Ardía por un pecado que no figuraba ni en el libro de religión.
Ese día algo me sorprendió aún más que la pobre Deliciosa. Ante uno de los altares laterales del templo una mujer vieja rezaba y lloraba frente a un santo que posaba indiferente. Ella llevaba la cabeza cubierta con la típica manta negra que se prendía con alfileres y una falda larga hasta el tobillo. Era un atuendo de principios de siglo que algunas mujeres aún lo usaban. La cara mojada en lágrimas, los dedos de una mano tensos sostenían un rosario, los dedos de la otra con dos fotos carné que alzaba al santo impávido mientras le rogaba diciendo algo como: «Te pido por ellos, solo por ellos que están lejos, para mí no quiero nada».
Con 10 años la escena me sobrecogió, quiénes eran ellos y por qué estaban lejos. Se me alojó el típico nudo en la garganta y corrí a tomar la mano de papá y mamá. Intuí como anormal que unos hijos estuvieran lejos de una madre. Me resultó dolorosa su fe frente a la sordera del santo en cuestión.
Ahora que vivo a ochocientos dólares de distancia de cada hija entiendo a la señora de la manta negra y la falda larga. Comparto sus lágrimas y admiro su valentía, su fe. Yo me olvidé de rezar en algún crepúsculo, pero tengo fe en Caro y Paz, sé que harán lo correcto aunque no estén conmigo.
Pienso en la situación a la que los diferentes políticos han conducido a este pobre país y me aterra la vida de nuestros jovenes. Me aterran sus sueños nonatos, sus carreras truncas, sus vidas neblinosas. ¡Váyanse!, les quiero decir. ¡Salgan de aquí!, les quiero decir. ¡Busquen oportunidades fuera!, les quiero decir, pero me callo porque no es tan simple, porque no es fácil, porque migrar es volver a empezar entre gente ajena.
A mí me quita el sueño pensar en los niños y jóvenes. Y eso, ¿a quién le importa si los políticos duermen a pierna suelta? Durante cada insomnio intento hacer una lista imposible de cómo podría yo ayudar a mejorar sus vidas, a resucitar sus sue-ños, a recomponer sus carreras truncas, pero la oscuridad me nubla mientras la noche negra sigue su curso aunque amanezca.
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