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TODAS TODOS TODES mis amigos, familia o clientes lectores que ya pintan canas se preocupan irremediablemente por sus olvidos. Su aterrador diagnóstico viene acompañado de una llamada telefónica de madrugada, de una voz letal que sale de sus entrañas semimuertas, y de la consabida desesperación: ¡Tengo Alzheimer!, oigo con el corazón a mil por hora. ¡No jodas, solo estás viejo, vieja, vieje!, grito convencida de que nunca más podré dormir y de que odiaré a esta persona por el resto de mis días.

-¿A vos no te dan miedo los olvidos?, me preguntan.

– A mí no porque viven conmigo desde hace unos 60 años.

Y es que yo he sido olvidadiza siempre siempre siempre. Solo que ahora sé de dónde vienen los olvidos, los despistes, las constantes meteduras de pata y todas las ollas y peroles con el fondo chamuscado. Ahora lo sé: mi olvido está lleno de memoria, como decia Mario Benedetti.

La memoria es rara, trae nítidas escenas de la infancia, trae borrosos espacios de dónde carajo dejó una los lentes, o trae recuerdos a medias, recuerdos perturbadores que pelean por salir, por ser contados, por ver la luz, pero son oscuros y nos hacen pensar: ¡Tengo Alzheimer!

Voy armando mi vida como un rompecabezas y veo una sola escena: la niña es linda y lleva un abrigo color celeste que combina a la perfección con sus ojazos y pelo negros, negrísimos. Habíamos ido a misa ella, dos primas y yo. Volvíamos caminando por un parque. Tengo nueve años y me encanta oirle hablar con su acento español, «madrileño”, recalca ella. Las palabras bien pronunciadas y los verbos bien conjugados ya me empezaban a gustar.

Jugamos juegos interminables y secretamente competimos nuestra pobre erudición:

-¿Cuánto es 8 x 5?, y 25 x 8?

-¿Cuál es el monte más alto del mundo?

-¿Y el río más ancho?

-¿La capital de Colombia?

-¿Quién es el presidente de Estados Unidos?

-¿Y los nuestros?, reclamo yo.

-¡Velasco Ibarra!, gritan mis primas.

Ella, la hija del Embajador de España, se detiene y con una solemnidad que cambia el sentido del juego e impone un respeto casi reverencial, dice: El generalísimoFrancisco Franco.

A partir de ahí empiezo a venerar a un hombre de quien no sé nada, pero en la vermouth del domingo siguiente, antes de que comenzara la película, una voz gangosa y con acento español relata ‘»El mundo al instante”. Y ahí está él, el tal generalísimo haciendo solo cosas buenas.

-¿Por qué aquí no tenemos un presidente que sea generalísimo?, pregunté a la vuelta del cine.

-¡Dios nos guarde y nos favorezca!, dijo mamá.

-Porque vivimos en democracia, dijo papá.

No sé a dónde fue mi admiración por Franco. No sé tampoco si fue flor de un día. Solo sé que gracias a los poetas españoles de la Generación del 27: García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández… supe quién era y qué hacía aquel tirano. Gracias a Manuel Rivas y su «Lápiz del carpintero”, a Almudena Grandes y su obra «El lector de Julio Verne, a la película “La lengua de las mariposas», entendí la maldad del caudillo, el dolor y valentía de un pueblo que habla lindo.

Publicado en la Revista Vistazo, Agosto de 2024.

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