“Las opiniones publicadas en este espacio son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan la opinión de la Asociación de Cotopaxenses Residentes en Quito. Todas las opiniones han sido publicadas con la expresa autorización de sus autores.

La nostalgia es un sentimiento indefinible. La nostalgia se siente nomás. Que es cosa de viejos, dicen. Que hay que superarla, dicen. Que nos puede enfermar, dicen. Pero yo he sentido nostalgia siempre: cuando fui niña, cuando fui joven, cuando fui adulta. Pero yo la retengo, no quiero superarla, la abrazo porque temo dejar suelta mi nostalgia, suelta en las inclemencias de la vida. Pero no me va a enfermar, si asi fuera yo estaria bien muerta.

La nostalgia es esa companera de memorias dulces o amargas que llega quedito y se sienta en la butaca de la soledad. Y sentada empieza a deshojar recuerdos de calles empedradas, de ríos correntosos, de lluvias y amaneceres helados, de mares de arena hirviendo, de campanas, de patios de escuela, de camas de hospital, de lágrimas silentes, de canas a montón.

Homero Manzi escribió: Nostalgias de las cosas que han pasado,/ arena que la vida se llevó/ pesadumbres de barrios que han cambiado/ y amargura del sueño que murió.

Gracias a esta nostalgia militante recuerdo. Gracias a esta nostalgia permanente escribo. Gracias a esta nostalgia añeja y presente vivo.

Lo que mejor hago es recordar cada lugar, cada sonrisa, cada época. Hoy me levanté viendo mi cara graciosa y deformada en el reflejo de aquellos enormes bombillos navideños que mamá compró en 1964. Rojos, amarillos, verdes, azules y fucsias. Las lucecitas les daban un brillo diferente que al de los otros bombillos, «los finos», esos que mamá guardaba con extremo cuidado y al sacarlos advertía: no tocarás. Pero a mí me gustaban los grandes e irrompibles.

En casa no se decoraba un pino ni un ciprés verde intenso de hojas escamosas, no, decorabamos un árbol seco y grisáceo que resucitaba gracias a la magia de los bombillos y las luces. Hoy se me antoja que maquillabamos un muerto, pero quedaba imponente. La sala toda se vestía de alegría.

Mamá nunca hizo un nacimiento, no hacía falta, el Niño Dios de todas maneras dejaba regalos porque le habíamos ido a cantar en la casa de la señora Irene. Frente a un enorme nacimiento sacábamos, cada noche, las maracas, panderetas, pitos, matracas y tambores para cantar a gritos destemplados Dulce Jesús mío, mi niño adorado… Claveles y rosas, la cuna adornada… Hacia Belén va una burra rin rin… No sabíamos qué era ser virgen, dónde quedaba Belén y por qué la burra se iba allá, no sabíamos por qué adorábamos a ese niño de yeso, de porcelana, de madera, de cerámica.

Tampoco sabíamos que éramos felices, pero lo éramos.

No recuerdo elegantes y derrochadoras cenas, pero sí el frío de la aburrida misa de gallo en la iglesia San Agustín o en la Matriz y la recompensa en forma de galletas y agua de canela.

El 25 amanecian regalos y caramelos y nueces y turrones al pie del árbol. Muñecas, pelotas, juegos de mesa, ropa, peluches, chocolates «finos» como los bombillos, nos sorprendían cada año. El Niño Dios de esos tiempos no deambulaba en malls ni necesitaba cartas, él adivinaba nuestros deseos y los cumplía a rajatabla.

La Navidad sabía a sencillez y a turrón. Sabía a risas y a agua de canela. Hoy tiene el sabor poco dulzón de la nostalgia.

https://www.eluniverso.com/opinion/columnistas/nostalgia-de-navidad-nota

Compartir publicación