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No sé si es peor ir al dentista o al ginecólogo, ambos me dan pavor. El uno ruidoso el otro siniestro. El miedo me encadena en una quietud idiota que sola la rompe el temblor de mi cuerpo esclavo. Pero el día llega y hay que ir.

Tomo un taxi. El chofer parece entender que me lleva al infierno, aunque yo no se lo he dicho. Me gustan los días despejados, pero no ese calor que achicharra empieza.  Está entrando el verano, respondo con ese hilo de voz que viene desde ultratumba. Mi respuesta da pie a la charla y mis masoquistas intenciones de ir masticando el miedo hasta el consultorio del Diablo, se cortan de un cuajo. Las imágenes se me vienen nítidas, pero en desorden, se agolpan, se pelean por salir, por decir, por contar. Y entonces cuento.

Los veranos de mi infancia fueron igual que el patio de mi casa, muy particulares. Se llenaban de un sol vital y enorme como los demás.  Se llenaba de un azul intenso y de un viento travieso que robaba sombreros, pero empinaba cometas, como los demás. Las noches eran frías, de labios partidos y de augurio de «paspa», pero el poncho y la dulzona glicerina con limón en labios y mejillas, curaban ambas cosas y la noche se volvía cuento, leyenda, miedo, sueño y planes para el día siguiente.

El verano empezaba por la «Feria de retazos de Jorge Baduy», un libanés maravilloso que se ganó el corazón de Latacunga entera con sus telas y su simpatía. En el almacén de Jorge Baduy mamá compraba por varas un algodón suave y barato con el que me cosía unos ternos de short y blusa de manga corta.  Así andaba todo el verano: floreada, punteada, rayada, colorida, cómoda y con las rodillas raspadas que también se curaban con glicerina.

En el Molino Poultier nos regalaban «hilo de Chillo» completamente enredado, se necesitaba paciencia para irlo desenredando sin cortarlo porque el hilo con nudos, aunque fueran los de marinero que nos había enseñado papá, hacia peligrar el destino de nuestras cometas. La posibilidad de que colgaran vencidas en las ramas de los eucaliptos inalcanzables era inminente, por eso debíamos lograr un hilo perfecto. Lo recuerdo enroscado minuciosamente a un palito chueco.

Nadie en el barrio hacia las cometas con la habilidad de cirujano que las hacía papá. Juntos íbamos a buscar los palitos livianos del sigse. Se necesitaban seis de exacto tamaño. Juntos soasábamos la papa que haría las veces de goma. Juntos comprábamos los papeles de colores, pero él solo fabricaba las cometas para todo el «guaguerío».  Nosotros ayudábamos a rasgar los retazos de tela para la cola que equilibraba la cometa en pleno vuelo. Si no había viento o si perdíamos la cometa cambiábamos de juego antes de que la primera lágrima asomara. Una peligrosa tabla, a la que habiamos atado un patín, reemplazaba la cometa y sin casco y sin miedo nos aventurábamos cuesta abajo. El invento fue de una prima y por eso lo llamamos Anapatín.  La soga, el resorte, el zumbambico de tillos, la rayuela y la nostalgia viajaron en un taxi que me llevó al infierno.

Publicado en la Revista Vistazo, el 14 de julio de 2024. Link no disponible

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