“Las opiniones publicadas en este espacio son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan la opinión de la Asociación de Cotopaxenses Residentes en Quito. Todas las opiniones han sido publicadas con la expresa autorización de sus autores.

Escribo este texto en esta ciudad de esquinas recortadas, de miradas que parecen esconder alguna nostalgia, de ruidos y voces penetrantes, de tango, bandoneón y cafetín.

Camino sola y leo los avisos rojos, blancos, grises de las inmobiliarias: Ginevra vende, Lepore vende, Baiguin vende… Estoy en el barrio Recoleta, en Buenos Aires. Son un poco más de las nueve de la noche y salgo del apartamento de mi hija Paz hacia mi cercano hotel. Es domingo y la gente ya ha estacionado sus carros junto a la vereda por la que yo camino. Dormirán bajo el amparo de la noche, no hay guardias, vigilantes o policias.  «No hay porteros ni vecinos» que los cuiden.

La noche esta fresca y yo camino, y camina el chico repartidor que ha dejado su bicicleta cerca y busca una dirección, y camina una familia de gente muy flaca, y camina un hombre muy gordo con su perro. Y camina una señora vieja que tal vez se olvidó de hacer la cena y hoy comprará empanadas en la esquina. Y camina la muchacha joven que también cenará empanadas. Y una moto friolenta duerme arropada de negro. Ahí sola, igual que los carros, solo bajo el amparo de la noche.

El puesto de flores de rejas azules quieto con su olor intenso, un bombero revisa su celular en la puerta de una,pequeña estación, tambien revisa el suyo la mujer que cruza con alguna compra que hizo en el Kiosko que abre veinticuatro horas.

Y poco a poco el barrio se duerme sin aspavientos. Con una tranquilidad que oprime porque me recuerda que mañana llegaré al espanto de calles con motos que no duermen sino que rugen y dan miedo porque una nunca sabe, porque hay que tener cuidado, porque ya le pasó al vecino.

Llegaré a mi Quito temblorosa e insegura. Volveré al acecho del posible ladrón armado, del posible tipo que me mareará con escopolamina, de la posible mujer que me jalará la cartera porque no tiene para la cena, de los carros asustados incapaces de dormir solos. Volveré a todos los guardias y vigilantes y policías que tal vez cuidan, que tal vez duermen, que tal vez son complices.

Y volveré al chico repartidor que no soltará su moto y al señor gordo que, seguramente, no recogerá la caca de su perro, y no veré una familia de flacos porque no arriesgarán su pellejo caminando a las nueve de la noche.

Sin pensarlo tarareo un tango cuya letra recuerdo de pronto: «Silencio en la noche / Ya todo está en calma / El músculo duerme / La ambición descansa…».

En mi ciudad la ambición jamás descansa. Es igual que el quiosco donde la mujer hizo la compra en el barrio Recoleta: la ambición de los políticos y gobernantes y jueces y asambleístas abre veinticuatro horas.

No me quiero ir de esta ciudad de esquinas recortadas, de miradas que parecen esconder alguna nostalgia, de ruidos y voces penetrantes, de tango, bandoneón y cafetín. Quiero copiar los teléfonos de los avisos rojos, blancos, grises. Quiero llamar a Ginevra, a Lepore, a Beiguin y preguntarles en cuánto venden.

Pero mi avión no aguarda, mi ciudad de espanto me espera y allá voy. Porque allá trabajo, allá me espera Santi, allá vivo. Allá, ¿vivo?

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